Mi Casa
Una Historia vivida en Tarifa .
Lo que sigue a continuación es una historia cierta, experiencias de sol y viento de levante, recuerdos en sepia y blanco y negro que se alimentan del ayer. Un ayer tan cercano y a la vez tan lejano.

Recuerdo que mi padre iba a buscarme a veces al colegio al salir por la tarde, ignoro quién se quedaba a cargo del bar que regentaba en la calle San Pedro.
Especialmente recuerdo un día que me recogió y subimos hasta casa por la Alameda, una Alameda bastante diferente a la actual, entonces era un paseo de tierra, sin solar, con la parte baja llena de grandes plátanos en dos filas, una a cada lado del paseo, y bancos de obra rematados con un respaldo de hierro, creo que pintados de verde o de azul.
Recuerdo, como en un sueño, cuando inauguraron la estatua de Guzmán con motivo de la celebración de los mil años del castillo.
Había palmeras en el Cinco de Oros y unas buganvilias que cubrían casi toda la balaustrada que la separa de la actual avenida de la Constitución. Me encantaba pasar por allí cuando veníamos de la playa chica en verano con mi madre.
Allí, en el Cinco de Oros es donde se montaba el baile en la feria mientas que las tómbolas y las demás atracciones de colocaban en la parte de abajo del paseo.
En la parte de arriba, a cada lado de la escalera que sube a la avenida de Andalucía se colocaban dos casetas «del chacarrá», no recuerdo haber entrado nunca en ninguna de ellas, pero sé que a mi tío Perrachica y a mi tía Concepción les gustaba pasarse por ellas.
Yo vivía en la calle Batalla del Salado, en plena curva de la carretera, en la puerta que está justo al lado de la tienda de modas Sachiel, aunque mi casa (en la que nací) no era la que da a la calle, sino una interior.
Si entrabas por la puerta de la calle tenías un zaguán largo con una puerta a la derecha que daba y supongo da, acceso a la casa “noble” del inmueble.
Allí vivían, a temporadas, la familia Vázquez, una familia de Ayamonte (provincia de Huelva) cuyo negocio eran las fábricas de conservas y una de ellas estaba en Tarifa.

La familia estaba compuesta por el padre, Ramón Vázquez, la madre, María del Pilar y tres hijos, Ramón, el mayor, algo más joven que yo, Alfonso, el de en medio y María Auxiliadora, la pequeña, a la que todos llamábamos Maricuchi.
Los hijos de la familia y yo éramos grandes amigos, recuerdo que tenían un coche de pedales con el que a mí me encantaba dar vueltas por el pasillo que circunvalaba el patio interior.
Como la casa estaba en la primera planta, la puerta daba a un patio interior cerrado con una gran claraboya que en verano cubrían con un toldo para evitar el calor en lo posible, estábamos en una época sin aire acondicionado, claro.
Para abrir la puerta sin tener que bajar, cada vez que alguien llamaba al timbre, tenían una cuerda atada al pestillo y a uno de los barrotes de la galería superior, así podían abrir, tirando de la cuerda, sin tener que bajar, creando así un «portero automático» casero.
En esa casa vi la televisión por primera vez, la primera cadena porque la UHF (La Dos) tardó unos años en estar disponible en toda España.
En mi casa no había televisión, era un artilugio caro y nunca fuimos muy sobrados de dinero, mi padre solía decir que compraría una «cuando llovieran tomates».
Con ellos conocí Valdevaqueros, las Dunas y muchos otros lugares de Tarifa, ya que ellos tenían coche y nos llevaban a muchos sitios.
Los coches variaban cuando venían desde Ayamonte, a veces traían un Simca mil de color marrón claro y otras un Seat mil quinientos imponente, que en aquella época era un cochazo.
La familia Vázquez, se marchó de Tarifa antes de que lo hiciera la mía, ya que la fábrica de conservas empezó a ir mal y tuvieron que cerrar y volver a Ayamonte.
Quiero hacer un inciso en mi historia para decir que previamente a la llegada de los Vázquez a la casa (yo siempre los conocí allí) sé que en ella vivía una doctora que tenía una particularidad, y es que, a veces, pasaba consulta desde el cierro[1], con el paciente de turno en la calle.
Esto parece un poco surrealista, pero había pasado más de una vez. Recuerdo oír en mi casa que una vez hubo un paciente que desde la calle le dijo a la doctora que su mujer, o alguien de su familia se encontraba enfermo y que le recetara “un supotorio desos que se meten por culo”, perdón por el lenguaje, pero es que el paciente era digno paciente de la doctora.
Vuelvo a mi relato.
Si dejabas la puerta de la casa de los Vázquez a la derecha, y continuabas por el zaguán, te topabas con una nueva puerta, vidriera en su parte superior, que daba acceso a una escalera pequeña, cuatro o cinco escalones, que desembocaba en un patio que era donde estaba mi casa.
Dos módulos de vivienda, organizados a ambos lados de un patio, solado con losas de tarifa, y plagado de macetas, con una nevera de hielo en un rincón que había venido a casa cuando mi padre compró una eléctrica para el bar.
En el de la derecha, según llegabas de la calle, estaban la cocina, el comedor, el baño minúsculo y el dormitorio de mis abuelos. En el de la izquierda estaban las habitaciones de mis padres, mis dos hermanos y yo.
Mi tío Perrachica y mi tía Concepción tenían su dormitorio en el exterior, al que se accedía por una puerta que actualmente da paso a una joyería.
Al frente, cuando llegabas al patio había otra puerta con una nueva escalera que daba a dos viviendas más y a lo que llamábamos “el cuarto de la pila” porque en aquella habitación, grande, había a la derecha dos pilas de lavar que usaban todos los vecinos.
En la vivienda de la izquierda vivían José Maldonado y Aurora, su mujer, él era militar retirado y era diabético lo que hacía que Don Mariano, el practicante, pasara por su casa al menos una vez al día para inyectarle insulina.
Recuerdo que Don Mariano traía un estuche metálico pequeño en el que se guardaban la jeringuilla, de cristal, y las agujas.

Cuando llegaba a una casa había que tener preparado un rollo de algodón, un bote de alcohol y un vaso con agua.
El sistema era simple, abría el estuche y sobre la tapa colocaba un poco de algodón que rociaba con alcohol. En el cuerpo del estuche, con la jeringa dentro, vertía un poco de agua y después cogía el estuche con unas pinzas, encendía el algodón impregnado de alcohol y colocaba el estuche con la jeringa encima, así se hervían las agujas y la jeringa y se desinfectaba.
Una vez finalizada la operación, sacaba la jeringa con otras pinzas y la montaba, colocaba la aguja, extraía el líquido de la ampolla de insulina o lo que fuera y pinchaba al enfermo.
Como es natural nunca lo cronometré, pero diría que no tardaba más allá de cinco minutos desde que llegaba hasta que, cumplida su misión, se marchaba a ver al siguiente enfermo. Se decía que Don Mariano sabía más de medicina que muchos médicos, y no creo que fueran muy desencaminados los que lo decían.
Don Mariano tenía su consulta en la calle Silos, a pocos metros de la Puerta jerez.
En la otra vivienda, enfrente justo de la primera, conocí a dos familias, la primera era la de Antonio Robles, creo que era camionero de profesión, y su mujer, María, conocida en mi casa desde siempre como «María la vecina». Buena gente que se mudó a vivir a la calle Numancia, concretamente al número ocho, aunque finalmente acabaron viviendo en Algeciras.
La familia que los sustituyó era la de Manolo Gálvez y Chana, su mujer. Él era militar retirado y trabajaba en el Ayuntamiento, recuerdo que le gustaban los Farias, igual que a mi tío Paco y era rara la vez que lo veías que no llevara una en la boca o entre los dedos.
El “cuarto de la pila” que quedaba justo enfrente cuando acababa la escalera, tenía una puerta al fondo que daba a lo que llamábamos “el llano”, un descampado entre la trasera de mi casa y la calle Braille. A la izquierda del “llano”, según salías, había una edificación en ruinas que había sido un convento pero que llamábamos “intendencia”, supongo que porque en algún momento allí hubo un almacén de algún tipo, de corte militar.
Algún resto se puede observar aún en la trasera del hotel Convento, haciendo de jardín y comedor exterior del hotel y si subimos por la calle Juan XXIII, cuando se acaba la fachada pintada del hotel podemos ver un muro de piedra que era parte de la edificación del convento.
Ese patio era parte del instituto en el que estudié Bachillerato, pero eso lo dejaremos para más adelante.