Un Seat 850, Un Renault Gordini y un renault 4
Lo que sigue a continuación es una historia cierta, experiencias de sol y viento de levante, recuerdos en sepia y blanco y negro que se alimentan del ayer. Un ayer tan cercano y a la vez tan lejano.
Especialmente dedicado a mi muy buen amigo Jesús Serrano
La amistad no entiende de distancias, tiempos o silencios

En el primer post de esta serie mentí, sin intención, inconscientemente arropado por los años, sobre mi etapa en el colegio de las monjas.
Contrariamente a lo que dije allí, sí me acuerdo de alguien, lo recuerdo porque era zurdo y las monjas lo obligaban a escribir y a hacer todo con la derecha. Lo pasaba mal con ese tema.
Era Jesús Serrano, mi buen amigo Jesús.
No recuerdo si fueron uno o dos veranos los que narran lo que escribo a continuación, pero sí sé que fueron fantásticos.
El domingo era día de playa, todo el día, no un ratito por la mañana.
Yo tendría doce años.
Nos reuníamos los siguientes (por orden de familia y edad): Nono Gil, su hermana Rosario y sus padres, Pepe, Paco, Manolo, Juan Carlos, Jesús e Ignacio Serrano hermanos todos ellos, sus padres y, por último, mis hermanos Felipe y Rafael y mis padres.
El plan era playa en Valdevaqueros, un Valdevaqueros donde no solía haber nadie, toda la playa era para nosotros, el turismo era una cosa de la que, como mucho se hablaba en la radio o en la tele ¿quién va a venir a Tarifa de turismo con el viento que hace? ¡ni que estuvieran locos los turistas!
Valdevaqueros, aparte de la soledad, tenía otra ventaja: si el mar estaba muy picado te podías bañar en el río, que era más o menos lo mismo porque el fondo era de arena igual que en el mar, pero se notaba menos el viento.
Olía a mar, salitre, a crema Nivea y a arena blanca y fina que, cuando hacía viento, se te clavaba en las piernas o en todo el cuerpo si te tumbabas, se te metía por la boca mientras rodabas o cuando te enterraban dejándote fuera solo la cabeza.
Después comida en los Pinos, esos que ya no existen porque alguien le quitó las cañas a la duna. Allí olía a pino, a resina, a arena y, llegando desde lejos, a mar.
¿Qué a qué huele la arena? a Tarifa, a belleza, a mar, a viento…
Cuando no era posible ir a los pinos, porque hacía mucho levante, íbamos a la Ermita de la Virgen de la Luz. Como todo tarifeño sabe, allí el levante no combate.
La foto ilustra uno de esos felices domingos en la Luz.
Naturalmente nuestros padres iban a su rollo y los demás al nuestro, juntos, pero no revueltos, los mayores iban a su bola y los pequeños a la nuestra, bueno, Juan Carlos, que es algo mayor que yo, se apuntaba con los mayores cuando podía o lo dejaban, si no se venía con nosotros, y Jesús y yo intentábamos a toda costa librarnos de Ignacio que era más pequeño. Pero, la verdad es que en reglas generales nos llevábamos lo suficientemente bien como para estar unos con otros sin problemas.
Ignoro como se hacían las convocatorias para salir desde Tarifa esos días, pero supongo que por teléfono, entre los padres o entre los amigos mayores.
Y hablando de teléfono, en aquellos años los teléfonos solían ser enormes y pesados aparatos de baquelita negra, si la contratación era reciente, como era nuestro caso, eran más modernos, de plástico y, sobre todo menos pesados y voluminosos.

En aquellos vetustos aparatos no había teclas ni discos para marcar, porque la línea no era automática, dependía en todos los casos de las operadoras, es decir, si querías llamar a otra persona, descolgabas y una señorita te preguntaba con qué número querías comunicar y te pasaba la comunicación cambiando las clavijas en el panel de la central.
Sí, exactamente como se ve en las películas antiguas.
En el centro del teléfono había, eso sí, una ventanita con un papel donde, cuando te instalaban el teléfono, te apuntaban tu número, para que no lo olvidaras

Claro está que siempre había quién, en lugar de pedir que lo comunicaran con un número, pedía comunicar con una persona concreta «ponme con Fulano» y, si la amable señorita se sabía el número de Fulano pues le ponía la comunicación y en paz.
También había otra opción, y es que, por aquellas fechas Juanito, nuestro Juanito, y digo «nuestro» porque Juanito es patrimonio de Tarifa al igual que lo son muchos otros, se había aprendido de memoria la guía telefónica de la provincia de Cádiz, claro que por aquel entonces no tendría ni un diez por ciento de los números que debe tener actualmente, pero aun así la cosa tenía su mérito.
NOTA AL MARGEN: Me dice Miguel Manella que quién se aprendió el listín telefónico de memoria era su tío Francisco y no Juanito. Ahí lo dejo
Así que sí te tropezabas con Juanito le preguntabas el número que necesitabas y él te lo decía al instante.
También hay que decir que los números de teléfono eran de tres cifras en Tarifa.
Evidentemente no había cabinas de teléfono público, salvo en la central de la Compañía Telefónica Nacional de España o C.T.N.E. que estaba situada en la calle de la Luz, aunque tengo la impresión de que antes de esa ubicación estaba en otro sitio pero no consigo recordar donde.
En cualquier caso, la central de la calle de la Luz estaba en la acera izquierda, si bajabas hacia la Calzada, un poco después del escaparate que tenía Casa Villanueva en la esquina de la calle Castelar, y constaba de un pequeño mostrador de madera barnizada situado al fondo y a la izquierda, no recuerdo si dos o tres cabinas, también de madera barnizada con una puerta con un vidrio en el centro.
Si querías hablar te acercabas a la chica que estaba tras el mostrador y le decías el número con el que querías comunicar y ella te decía en que cabina te tenías que poner y te pasaba la comunicación, luego, al acabar, pagabas en función del tiempo.
Si lo que querías era una comunicación con otra población tenías que solicitar una conferencia, tanto si lo hacías desde tu teléfono particular como si ibas a la central.
Una conferencia podría dar lugar, perfectamente, a una conversación como la siguiente:
- Cliente: Señorita… quería poner una conferencia
- Telefonista: ¿Con que ciudad?
- Cliente: Madrid (o la que fuera)
- Telefonista: ¿A qué número?
- Cliente: 355636 (creo que por aquel entonces eran 6 los dígitos que tenían los teléfonos en Madrid y Barcelona)
- Telefonista: Un momento, por favor.
- Cliente: Sí
- Telefonista: Tiene una demora de una hora.
Esto es evidentemente una dramatización, pero no dista mucho de la realidad de los años sesenta y los primeros setenta, las demoras eran corrientes en las conferencias y las centralitas automáticas eran un privilegio de Madrid, Barcelona y alguna que otra capital de provincia.
También era corriente que, si no tenías teléfono te llamaran a casa de una vecina «Pepa te llaman al teléfono» podía oírse en cualquier patio o en cualquier casa de cualquier lugar de España y Tarifa no era una excepción.
¿Y sabéis lo mejor? A nadie le molestaba, no te importaba que viniera tu vecino a tu casa a hablar por teléfono porque, como él no tenía, le había dado tu número a su primo que había emigrado a Bilbao a Madrid o a donde sea.
Parece algo muy antiguo ahora que vamos todos con el móvil, que ya es mucho más que un teléfono, colgado a todas partes y que parece que no podremos vivir sin él, pero hace solo cincuenta y pocos años el panorama era el que hemos dicho antes, ni mejor ni peor, con sus pros y sus contras, como todo.

Pero volvamos a lo que interesa, que eran los domingos de playa en Valdevaqueros.
La familia Gil tenía un Seat 850, la familia Serrano un Renault Gordini y la mía un Renault 4, uno de los primeros que tuvieron cuatro marchas, porque los modelos anteriores, llamados 4L, sólo tenían tres y un salpicadero muy feo, por cierto.

¡Que coche más bonito el R4! con su palanca del cambio de marchas en el salpicadero, su enorme volante de pasta que se ponía ardiendo con el sol y sus ventanillas que se abrían solo la mitad porque eran correderas en lugar de tener un sistema de subida y bajada.
Para un forofo de los viajes en ciernes, como era yo, aunque no lo supiera aún, aquello era la mejor máquina del mundo.

Como los Serrano eran seis hijos, y sus padres, se repartían en los otros dos coches, en el de mi padre, como tenía el asiento delantero corrido nos poníamos tres delante, tres detrás y dos
sentados en el suelo del maletero, así cabíamos todos, aunque nos jugáramos la vida, aunque ¿quién pensaba en eso? o nos poníamos sólo dos delante y el otro se iba en el Seat.
El caso era ir, ¿cómo? No importaba demasiado.
Éramos el preludio del dominguero, una figura que empezaba a asentarse en las capitales pero que no había aparecido aún en los pueblos.
Nos lo pasábamos genial, primero la playa, luego traslado a los Pinos para la comida, en el suelo sobre una manta, nada de mesas y sillas, la tortilla y los filetes empanados o croquetas o algo así y para beber casera de sabores o gaseosa «La Revoltosa» o «Konga», la Coca Cola y la Fanta o la Pepsi Cola y la Mirinda, solo se vendían en botellas de 33 cl. y además era demasiado cara, así que ¡gaseosa al canto! y que buena estaba.
Cuando acabábamos de comer, a deambular por entre los pinos y a subirnos a lo alto de la duna para dejarnos caer rodando o a jugar con la arena, no necesitábamos palas, ni pelotas, ni nada, las manos y las ganas.
De bañarnos nada, que había que hacer la digestión, dos horas por lo menos.
Como ya he dicho, si hacía mucho viento en lugar de a Los Pinos nos íbamos a la Luz, que allí no combate, así que a falta de duna nos pasábamos la tarde dando vueltas por el recinto de la ermita jugando a pillar o al escondite, o a la pelota… ¿quién se acuerda de a qué? ¿qué más da?
Creo que fue en esos momentos cuando a Jesús a y mi nos entró la fiebre de la música, seguro que, por imitación de los mayores, pero eso es otra historia.