En Sepia y Blanco y negro X

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Marro, el trompo y un árbitro cojo

Lo que sigue a continuación es una historia cierta, experiencias de sol y viento de levante, recuerdos en sepia y blanco y negro que se alimentan del ayer. Un ayer tan cercano y a la vez tan lejano. 

La cancela de  entrada del Hotel Convento, antiguo Instituto Juan XXIII 

Una valla de tubos de acero, pintados de gris. No tenía más de un metro o un metro y poco de alto, pero era la que nos libraba del desastre. 
 
Estaba firmemente anclada al suelo, junto al bordillo de la acera, y evitaba que, al salir en desbandada por la puerta del instituto, nos precipitáramos en la calle Batalla del Salado, por aquel entonces carretera nacional 340, de Cádiz a La Junquera por Málaga, Valencia y Barcelona, ciudades lejanas y ajenas. 
 
El Instituto de Enseñanza Media Juan XXIII estaba situado en el edifico que actualmente ocupa el Hotel Convento, establecimiento que ha tenido el buen gusto de conservar la estructura de acceso y el precioso patio cubierto que servía (y sirve) de distribuidor al resto del edificio. 
 
En la parte de la derecha, al fondo había una escalera que subía a la planta superior, aunque aulas había tanto arriba como abajo. 
 
A la derecha de la entrada, la izquierda de la fotografía, había una aula en la que, estando los alumnos en el patio (menos mal), se derrumbó el techo, lo que motivo unos pocos días de fiesta para nosotros, lo que recibimos con gran regocijo. 
 
En el lado contrario, la izquierda de la cancela de entrada (la derecha en la fotografía), estaba la sala de profesores y el despacho de secretaría, los dominios de Don Juan Diosdado, llamado por todos «Don Juan el cojo», temido, pero a la vez querido y respetado, famoso por sus capones y sus arbitrajes en horas de patio. 
 
Entrabamos en el Instituto a los diez años, después de superar el examen de ingreso, para el que me preparé en la escuela del Congo, la que regentaba Don José María «el maestro» 
 
Maestro, que bonita palabra ¿no os parece?  
 
Decía Don Antonio Garmendia, aquel sevillano de pro, escritor de vocación que definía a El Puerto de Santa María como «Sevilla con agua salada», que «profesor es aquel que enseña y maestro aquel del que se aprende». Sutil diferencia que encierra una gran sabiduría. 
 
Así que, con diez añitos y recién aprobado el examen de ingreso se nos daba la vuelta el mundo y pasábamos de la protectora escuela de primaria, a la salvaje jauría del instituto donde nos mezclábamos con chicos mayores, ¡hasta los catorce años!, donde los profesores exigían resultados a veces de manera poco amable. 
 
Mirábamos ese nuevo mundo. más rígido, menos amigable, más libre (porque la libertad es exigente en cualquiera de sus grados), con los ojos abiertos de par en par, como miran las cosas los niños, sorprendidos, curiosos, tratando de captar actitudes y poses de mayores para después imitarlos, asombrados a veces por su osadía, cohibidos otras por esa misma osadía. 
 
Pero llegábamos, y nos adaptábamos, lo disfrutábamos y lo sufríamos a partes iguales. 
 
A partir de ese punto ya no eran los profesores los que venían al aula, sino que éramos nosotros los que debíamos cambiar de aula para asistir a una clase o a otra, lo que provocaba un batiburrillo de voces y risas al marcar las horas el reloj. 
 
En una ocasión, estando en una clase que había en el piso superior, una que tenía un gran ventanal que daba al patio, entró en el aula una rata procedente del mismo.  
 
Es necesario apuntar que las ratas provenientes del convento, del que el patio había formado parte, eran famosas por su gigantismo, lo que provocaba el asombro y la admiración de todo el alumnado del centro, excepción hecha de las chicas que eran más miradas para esas cosas y, por supuesto, del profesorado. 
 
Pues bien, la irrupción se produjo de manera intempestiva y la profesora que estaba dándonos clase, doña Luisa, profesora de Lengua y Literatura y esposa de don Francisco, el director del centro, acabó subida no recuerdo si en la silla o directamente sobre la mesa del profesor, con gran regocijo por parte nuestra parte.  
 
Gran profesora Doña Luisa, con un estilo inmejorable para meterte bronca (casi siempre merecida) y también con un gran estilo para puntuar tus exámenes por debajo de cinco. 
 
Dicen que el tiempo nos hace olvidar y debe de ser cierto porque llevo varios días dándole vueltas a los profesores que teníamos en aquella época, pero finalmente he desistido, recuerdo a algunos y a otros no, recuerdo a una profesora que nos daba Geografía. pero no consigo recordar su nombre. 
 
Sí recuerdo que, en una ocasión en su clase, Emilio Carballo y yo estábamos castigados de rodillas en una esquina (lo que era bastante habitual) y teníamos delante nuestro un gran mapa de España. Emilio, que era bastante más granuja que yo y más atrevido, todo hay que decirlo, empezó a recitar:  
 
«Cieza, Mula, Caravaca» 

mientras miraba a la profesora de reojo. Ella, mosqueada le espetó «¿Qué dices?» 

  • Nada, estoy leyendo los nombres de los pueblos de Murcia 

contestó Emilio, con toda la caradura que fue capaz de reunir, mientras que yo trataba con más o menos éxito de reprimir una sonrisa y a la vez el espanto que me producía la posible reacción que podía tener la profesora, que se quedó en una mirada condenatoria, supongo que también, un poco, admirada por la capacidad de reacción de Emilio. 

Pobres profesores, espero que nos recuerden con el mismo cariño con el que yo los recuerdo a ellos. 

Evidentemente también recuerdo a Don Francisco, el director del centro, Don Francisco Macias Rejas, gran profesor de matemáticas, que en una ocasión nos estuvo explicando la resolución de un problema durante un buen rato. 

Al acabar se volvió y nos preguntó: «¿lo han entendido Ustedes?» obteniendo un sonoro silencio como respuesta, lo que era señal de que no habíamos entendido nada en absoluto.  
 
Ante la evidencia se volvió de nuevo hacia la pizarra, la miró atentamente y exclamó «¡claro»!¡perdonen! esto es del temario de cuarto». Así que empezó de nuevo con cuestiones más acordes con nuestros diez años. 

Detalles como este, o como su costumbre de pedir a a alguno de los alumnos que saliera a la pizarra en los siguientes términos: 

  • Va a salir… va a salir… que salga Carmelo Cañete 

y como el bueno de Don Francisco no pronunciaba bien la letra «R» sonaba algo así como: 

  • Va a salid… va a salid… que salga Cadmelo Cañete 

Evidentemente cuando el interpelado, o sea yo (o cualquier otro que tampoco hay que…) no era capaz de resolver la cuestión planteada la cosa acababa con un sonoro y enérgico: 

  • ¡Cero! ¡cero! (que evidentemente sonaba como ¡cedo! ¡cedo!

También tenía la costumbre de ponerse en el pasillo, entre los pupitres, mientras observaba al alumno sobre el que había recaído la responsabilidad de resolver un problema en la pizarra y, a la vez que observaba, hacía oscilar su cuerpo de un lado al otro obligando al que estaba detrás a estar moviéndose continuamente a un lado y a otro para poder ver algo de la pizarra. 
 
Como decía por detalles como estos y otros muchos se ganó el apelativo de «el loco»… ¡Bendita locura! 

 
Sobre el año mil novecientos sesenta y ocho o el sesenta y nueve Don Francisco y Doña Luisa se sacaron el carnet de conducir y se compraron un Seat Seiscientos, no recuerdo si blanco o amarillo, que Doña Luisa conducía manteniendo la lengua entre los dientes. No se si hubo apuestas, pero sí acaloradas discusiones acerca de en qué bache se la mordería. 

Don Lorenzo, no recuerdo su apellido, nos daba clase de Ciencias Naturales y fumaba como un carretero (que debían ser unos señores que fumaban mucho). A veces, sentado tras la mesa, mientras encendía un cigarro con la colilla del anterior, nos advertía sobre lo malo que era fumar y que era algo que debíamos evitar hacer a toda costa., porque entonces se podía fumar en todas partes, en clase, en la consulta del médico y en cualquier otro sitio que ahora nos espantaría. 
 

Creo recordar que era veterinario de profesión, además de profesor, un gran profesor que despertó en mí, al menos de manera inconsciente en aquellos años, el amor por la naturaleza, los animales y las plantas.  
 
Y eso que entonces no se sabía que era la ecología ni teníamos idea del daño que le hacíamos al medio ambiente continuamente, pero creo que lo más importante que aprendí de él es que la naturaleza es sabia y no necesita de nuestros consejos. 
 
Tuve el inmenso privilegio de recibir clases de dibujo de un gran artista, Don Manuel Reiné, lástima que yo siempre haya sido un desastre en esas labores artísticas. 
 
También recuerdo a una señora muy mayor que nos daba música, creo que yo era el único que prestaba algo de atención en su clase «música es el arte de bien combinar los sonidos y el tiempo» nunca lo he olvidado. Se llamaba Josefa (aclaración por cortesía de José Martínez Infante, porque yo había puesto María)

También había un profesor del que no recuerdo el nombre, aunque sí el apellido, Pelegrí, nos daba clase de gimnasia y de una asignatura que se llamaba Formación del Espíritu Nacional, llamada por todos «política». 
 
En la primera asignatura no trabajó mucho conmigo ya que yo estaba exento de acudir a sus clases por motivos médicos y en la segunda no debió ser muy buen profesor porque, a fecha de hoy, me considero bastante poco nacionalista, en el sentido actual del término y mucho menos en el de entonces. 

Al margen de eso lo recuerdo como un buen profesor, interesado por enseñar, e incluso comprensivo y amable en algunos casos, que nos enseñaba lo que tocaba. Recuerdo que en una ocasión recibí un cogotazo bien dado, por él claro, sin haber hecho absolutamente nada que lo mereciera y ante mis protestas me confesó que se había equivocado y me pidió disculpas. 

Y a aquellos que se asombren, supongo que habrá incluso quien se indigne, tengo que decirles que sí, que recibíamos castigos físicos en los colegios e institutos, pero en honor a la verdad hay que decir que era algo muy de la época, no exclusivo de los profesores de éste país. 

Lo más normal era que el profesor tuviera una regla larga, de madera, de unos siete centímetros de ancho, con la que proporcionaba al alumno díscolo la satisfacción de sentir un palmetazo en la palma de la mano, ¡y dolía! puedo dar fe. 

También había quien, como Don Juan Diosdado, que a veces también sustituía a algún profesor ausente, prefería obsequiarnos con unos bienintencionados capones, o quién utilizaba el borrador de la pizarra (de madera gruesa por la parte posterior) que dolía bastante más que la regla al ser más rígido y por último estaba el que prefería que, en lugar de extender la mano para recibir el golpe juntáramos los dedos y los pusiéramos mirando hacia arriba para así darnos en las yemas de los mismos en su confluencia con las uñas, lo que proporcionaba un recuerdo imborrable que duraba, como poco, unos cuantos días y que hacía que te colocaras la mano inmediatamente en el sobaco mientras se te escapaban las lágrimas y volvías a tu pupitre.  
 
La verdad es que, aunque recuerdo las facciones y los nombres de pocos, les estoy a todos ellos, los recordados y los no recordados, muy agradecido porque, a veces, lo aprendido da fruto años después y por aprendido no me refiero solo a materias lectivas, también me refiero a actitudes, a ejemplos. 
 
El patio del Instituto estaba situado en la parte trasera del edificio, se accedía a él a través de un pasillo y una pequeña escalera (creo recordar que había una escalera de tres o cuatro peldaños) que estaba justo enfrente de la cancela de entrada.  

El patio era doble, o sea había dos patios, uno más grande, en el que se desembocaba al salir por la escalera y en el muro de la derecha de este se abría un hueco, a modo de puerta, que permitía acceder a un segundo patio más estrecho y algo más largo que el primero. 
 
Este segundo patio tenia, más o menos a la mitad de su longitud, una escalera que, en su día, debía comunicar con el convento del que los patios habían formado parte alguna vez, pero que en mis días de instituto no llevaba a ningún sitio, acababa en un rellano en el que se situaba Don Juan Diosdado a la hora del recreo y desde allí, provisto de un silbato y acompañado, siempre, de su bastón, arbitraba el partido de fútbol de rigor. 
 
El fragor del evento, diario, podía oírse desde el otro patio que era donde yo estaba habitualmente, a menos que me uniera a la legión de espectadores que admiraba las evoluciones de los… no se me ocurre el nombre de ningún futbolista de la época… y es que nunca formé parte de esa «élite» que jugaba, o simplemente a la que gustaba, al fútbol ya que, sencillamente yo era muy mal jugador y tenía tan poco interés por ese deporte que no me sabía ni las reglas.

No, mis juegos y los de muchos eran otros, en el primer patio que, creo recordar, tenía dos o tres grandes árboles que no existen en la actualidad, ya que los susodichos patios constituyen hoy el restaurante exterior del Hotel Convento y por lo tanto puede accederse a ellos libremente y, si escuchamos con mucha atención mientras disfrutamos de un, lento y humeante, café (creo que es lo más adecuado) podremos oír el ruidoso público, el silbato de Don Juan, las protestas  
de los jugadores, los cuchicheos y los gritos de las niñas en sus juegos de la comba, las gomas, rayuela, el pañuelo… los gritos y las disputas de los niños, mucho más ruidosos y belicosos que las niñas. 

Debía de ser a finales de mil novecientos sesenta y siete o principios de mil novecientos sesenta y ocho, un día de lluvia intensa, de esa que ya está ahí cuando te levantas y dura todo el día, en esos días que no se podía salir al patio, porque evidentemente todo era barro y charcos, y que tocaba quedarse en el interior y compartir el escaso espacio del patio de entrada, los pasillos y las escaleras. 

Aquel día los alumnos de cuarto (puede que también alguno de tercero no lo se bien) nos sorprendieron a todos organizando una ¡corrida de toros! 

El ruedo se montó en el centro del patio, formado por los espectadores haciendo corro, hubo presidencia, paseillo, picadores, vueltas al ruedo, jaleos y olés, abucheos y palmas… Como sería la cosa que hasta algunos profesores se sumaron al evento. 

Todo está allí, en las grietas de las piedras de los gruesos muros, en los varales de la barandilla que circunda el piso superior, en el suelo, bajo el césped, de nueva factura, que cubre el suelo y que guarda celosamente las rayas que marcaban el círculo para el trompo, la hoya creo que lo llamábamos, el triángulo invertido donde colocábamos los bombos de arcilla a los que tirábamos con las bonitas, o bolinches, que yo tenía en cantidad porque me los traía mi tío Juan, el marido de mi tía Juana prima de mi madre, que trabajaba en Gibraltar y al parecer allí abundaban y eran muy baratos, a los que él llamaba «meblis», supongo que por una mala interpretación de la voz inglesa «marble», y es que en aquellos años el inglés no era algo que domináramos los españoles. 
 
Y, por supuesto, si miráis hacia arriba, hacia el cielo, podréis ver a los niños que fuimos, saltando, gritando, agitando los abrigos, restregándonos los mocos con la manga del jersey, marcando las rayas en el suelo con el tacón de nuestros zapatos «gorila», corriendo agarrados de la mano mientras jugábamos a marro o saltando unos sobre otros jugando a malajastro. 
 
Si os salís del instituto nos podréis ver recorriendo las calles empujando el aro o jugando al fútbol, incluso los malos jugadores como yo, cerca de la playa en la zona de la Chanca o a churro media manga mangotero apoyados en cualquier pared, con los ojos tapados jugando a la gallinita ciega o metidos en cualquier rincón tratando que no nos vieran mientras jugábamos al escondite. 

Porque los niños que fuimos siguen allí, jugando, peleándose, dándose tortazos mientras juegan a marro, que es uno de los juegos más burros y más divertidos a los que he jugado en mi vida. 
 
Lo recuerdo para unos, y lo ilustro para otros, se elige a uno del grupo, por cualquier tipo de sorteo y se le marca una zona mediante una raya en el suelo, normalmente formando un arco contra una pared. Esa es su casa y nadie puede entrar en ella. 
 
Cuando el juego comienza, el susodicho, con las manos entrelazadas tiene que conseguir dar con las manos (siempre entrelazadas) a otro de los jugadores, cuando lo consigue el cazador y el cazado tienen que correr a guarecerse en la «casa» ya que en el trayecto los demás jugadores, los que todavía están libres, se dedican a darles golpes y patadas durante todo el recorrido de vuelta. 
 
A partir de ese punto salen los dos, de la mano, a repetir la caza y así sucesivamente hasta que queda sólo uno fuera y todo el resto, cogidos de la mano se dedican a ir a por él, no queráis imaginar cuando cazan al último la somanta de palos que se lleva. 
 
Claro que, si eras afortunado, podía sonar el final del recreo y te librabas de la paliza. 
 
Todos estamos ahí, un poco como fantasmas, restos de un pasado que no volverá nunca y que no debe volver porque los nuevos niños viven sus vidas y juegan a sus juegos, ni mejores ni peores, simplemente diferentes. 
 
Los cuatro compinches que íbamos siempre juntos por aquellos años éramos Emilio Carballo, hijo del taxista del mismo nombre, que tenía un Seat mil quinientos en el que, cuando estaba aparcado en la parada, y nos daba permiso su padre nos subíamos los cuatro a hablar, discutiendo previamente sobre quién se sentaría delante, nunca en el asiento del conductor que era para Emilio, no en balde el coche era de su padre, los otros dos compinches eramos Antonio Velo, que era hijo de un guardia civil y que vivía en la Plaza de San Hiscio, Gabriel, del que no recuerdo su apellido, que también era hijo de un guardia civil, creo que sargento y evidentemente yo. 
 
Pero en realidad éramos todos, Antonio López, Emilio Sarabia, Marcos… maldita memoria debe ser cosa de la edad, Juan Carlos y Jesús Serrano, José Pérez Notario, Sebastián Sánchez (Chani), Antonio Cana, Rafael Gutiérrez Mesa… y muchos más que me dejo en el tintero.  

Algunos supongo que faltarán ya, como Chan, el hijo de mi prima Mari, pero su esencia, al igual que la de los que aún estamos aquí, se guardará entre esas paredes mientras existan y aún más porque como se decía en el mayo francés de 1968 «debajo de los adoquines está la playa» 
 
A los que he olvidado hacer referencia que me perdonen y que se sientan representados por el nombre de Ignacio Serrano porque, aun siendo más joven, creo que su presencia en estas cuatro páginas también es importante, aunque solo sea por su presencia en mi vida en aquellos años.


 


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