El Cañuelo, o cómo descubrí que existen otros lugares
No, no es el Cañuelo que conocemos los tarifeños y que está entre Punta Camarinal y Bolonia.
Por aquel entonces, mil novecientos sesenta y seis o sesenta y siete, el pediatra aconsejó a mis padres un cambio de aires motivado por mi precaria salud, especialmente en lo que a mis pulmones se refería.
Así que siguiendo el consejo del médico mis padres planificaron que pasara una temporada (más o menos dos meses) en algún lugar con un clima más sano y, sobre todo, menos húmedo que el del estrecho.
El lugar elegido fue el pueblo donde había nacido mi padre, una aldea, pedanía de Priego de Córdoba, de nombre El Cañuelo.
Yo, como es natural, a mis ocho o nueve años, ya había oído hablar de El Cañuelo. Mi padre siempre contaba muchas historias sobre su pueblo, lugar singular donde los haya, por ejemplo, la historia de Juan Antonio, apodado «El Grande» debido a su corpulencia, para el que nunca había zapatos lo suficientemente grandes en las zapaterías y que tenía que recurrir a fabricarse su propio calzado con trozos de goma como suelas y tela de saco en la parte superior.
También contaba que muy cerca de El Cañuelo había (y hay) una finca llamada La Jinesa que había sido propiedad de NIceto Alcalá Zamora, el que fue primer presidente de la segunda República, y de que (Alcalá Zamora) tenía un primo lejano, en el pueblo, que era propietario de una finca plantada de olivos que se intercalaba entre dos grandes parcelas de la citada Jinesa.
Una de las ambiciones, al parecer, de Alcalá Zamora era unificar sus dos parcelas comprando a su primo su finca, para lo que de manera recurrente mantenían una conversación más o menos en los siguientes términos:
- Estoy pensando pariente (al parecer era como se dirigían el uno al otro) que me iría bien que me vendieras tu parcela para así poder yo unificar todas las tierras de mi cortijo – decía Alcalá Zamora a su primo.
- Digo yo, pariente, que otra posible solución sería que me vendieras tu a mí lo poquillo que tú tienes, respondía el primo después de reflexionar un rato.
Y así quedaba la conversación reiterativa sin más solución de continuidad hasta la próxima vez que saliera el tema.
Debo decir que, aunque no sé cuántas hectáreas tendrá La Jinesa no deben ser pocas. Es una finca enorme cuyo cultivo primordial es el olivo, como lo es de la mayoría del municipio de Priego.
Nunca sabré cuanto de verdad y cuanto de invención tenían esas historias, ya que mi padre era muy dado a contar historias, especialmente de su pueblo y de su paso por la guerra civil, pero sí tengo la certeza de que gracias a ellas se me despertó en parte la pasión por las historias y el conocimiento de muchas costumbres y formas de pensar que sí que eran reales, como la costumbre de, no se en que fecha señalada, tapar las «cerrajas» (cerraduras) del pueblo con barro para que la gente no pudiera abrir las puertas de sus casas.
Hay que aclarar que dichas «cerrajas» no eran de «llavines» precisamente, sino que correspondían a esas enormes llaves que se usaban en el pasado y que dicha costumbre sí que fue corroborada a posteriori por los comentarios de las personas del pueblo.
En fin, a lo que íbamos.
Una vez tomada la decisión mi padre dejó el bar que regentaba en aquella época, El Pasaje, en manos de mi abuelo y de mi hermano Felipe y nos acompañó a mi madre y a mí a su pueblo.
El viaje empezó con el desplazamiento a Algeciras en los coches de Comes y nuestro posterior traslado a la estación de ferrocarril, que estaba situada, yo diría, que en el mismo lugar que la actual no estoy seguro, pero lo que sí recuerdo es que entonces existía un ramal que continuaba hasta la dársena del puerto, aunque por esa vía, que transcurría paralela al arroyo de la Miel, solo circulaban mercancías.
Para mí el simple hecho de ir a la estación y ver los trenes ya era una aventura, y, por si fuera poco, ese iba a constituir mi primer viaje largo y mi primer viaje en tren, lo que hacía que la emoción fuera doble y se derramara a raudales convertida en una ametralladora de preguntas dirigidas a mis padres.
Llegamos a la estación y mi padre adquirió los billetes no recuerdo si hasta el pueblo de Luque, destino final de nuestro viaje en tren, o hasta Bobadilla, lugar de transbordo (creo que hicimos transbordo).
Una de las cosas que se han quedado grabadas en mi memoria fue la imagen de un preso escoltado por dos guardias civiles que subieron al tren. Recuerdo a los dos guardias equipados con dos largos fusiles colgados en bandolera llevando escoltado a un hombre, no recuerdo si joven o viejo, pero si recuerdo que vestido con una americana gris y con aspecto de pobre desgraciado, esposado con las manos delante y sujeto por los codos por los guardias uno a cada lado.
Después vino la emoción de subir al tren, un vagón de tercera (no es una forma de llamarlo, entonces existía la primera, la segunda y la tercera clase), con asientos de madera y departamentos de ocho plazas.
Nos acomodamos (es un decir) y esperamos a que el tren, de vapor naturalmente, arrancara después de silbar, resoplar y emitir un considerable volumen de humo en forma de volutas que ascendían al cielo acompañando a mi emoción.
No recuerdo mucho del viaje en sí, pero sí recuerdo que el tren, que iba escandalosamente despacio, aunque a nadie parecía importarle ni darle la más mínima importancia al hecho, se detenía de vez en cuando para dejar pasar a otro convoy que circulaba en dirección opuesta ya que la vía era única, y que también se paraba para aprovisionar de agua a la locomotora.
Recuerdo que, cuando entrabamos en un túnel, alguien de entre los ocupantes del compartimento se levantaba presuroso y subía la ventanilla para evitar que el humo de la locomotora entrara por la misma y, de igual manera, procedía a bajarla cuando salíamos del mismo.
También recuerdo las advertencias de mi padre sobre que no me asomara a la ventanilla para que no me entrara carbonilla en los ojos.
Un recuerdo que tengo indeleble fue la comida. MI madre había preparado unos bocadillos de lengua, no recuerdo si de ternera o de cerdo, lo que sí sé es que me supo a gloria. Aquel es el bocadillo más delicioso que me he comido en mi vida.
Hay que decir, en honor a la verdad, que mi madre cocinaba la lengua mejor que nadie en el mundo. Mi hermano Felipe también la cocina muy bien (siempre que nos vemos le insisto a que lo haga) pero la de mi madre estaba más rica, probablemente por eso, porque era la de mi madre.
Al final del día llegamos, por fin, a la estación de Luque, con o sin transbordo, y claro, pasada media tarde no había transporte para continuar viaje, así que mis padres buscaron acomodo en una pensión en la propia estación.
Luque es un pueblo que está enclavado en alto, que se encarama en la falda de un monte alto y pedregoso, la estación en cambio estaba (creo que ya no existe esa línea férrea) en el llano, junto a la carretera que une Granada y Badajoz.
En aquella época la estación era un barrio constituido por cuatro o cinco casas construidas junto a la carretera en el lado contrario a la estación propiamente dicha.
A la estación de Luque le cabe el honor de ser el primer lugar en que me desperté al amanecer ayudado por el canto de un gallo.
Nos arreglamos y mi padre indagó, en el bar donde tomamos el café del desayuno, la mejor combinación para ir a El Cañuelo.
- Pues puede usted coger la Alsina o el coche de Baena
Vamos a hacer aquí un inciso para explicar cosas. La Alsina no era otra cosa que el coche de línea que hacía la ruta entre Granada, Córdoba y los distintos pueblos de la zona, ignoro si existe todavía, era una empresa originaria de Lérida cuyo nombre completo era Anónima Alsina Graells de Autotransportes, mientras que el coche de Baena era, lo que ahora llamaríamos, una limusina, es decir un coche americano enorme que hacía a diario la ruta entre Baena (de ahí su nombre) y, no estoy seguro de si, Priego o Cabra.
Como lo primero que llegó fue el coche de Baena en él nos metimos. Era un vehículo americano enorme yo diría que los años cuarenta, con tres plazas delante y tres plazas detrás entre las que se intercalaban unos asientos pequeños y plegables que llamaban transportines, dando una capacidad total de, no sé, si nueve o más personas.
En él subimos y cubrimos los quince o dieciséis kilómetros que nos separaban de El Cañuelo por una carretera estrecha y revirada bordeada de olivos y discurriendo entre lomas de poca altura plagadas de olivos, que es la ortografía habitual en la sub-bética cordobesa.
Al llegar al pueblo dejamos a la izquierda una calle que se elevaba sobre el nivel de la carretera, formando un muro de piedra que delimitaba la carretera por su lado izquierdo.
Casi inmediatamente, en una pequeña explanada situada a la izquierda de paró el coche y nos bajamos.
Mi padre dijo que aquello era «La Cañá» (la cañada).
Un par de casas que se continuaban por una calle empedrada y empinada que subía a la parte alta del pueblo.
Al final de las casas un muro encalado delimitaba la explanada y dejaba ver, por un trozo en que la valla se transformaba en una barandilla de hierro lo que parecía ser un arroyo.
La carretera que en ese punto hacía un giro a la derecha pasaba sobre un puente, que no tendría más allá de diez o doce metros, en cuyo pretil se sentaban varios hombres que, en un momento dado, se levantaron,a la vez, entre comentarios en voz alta, no recuerdo lo que decían, pero sí recuerdo que cruzaron al otro lado de la carretera y rescataron varios pájaros que habían caído en las trampas que tenían colocadas allí, junto a la barandilla del puente.
Todo nuevo y todo extraño.
No recuerdo que hicimos a continuación, pero al parecer mi padre había alquilado una casa en una zona entre el pueblo propiamente dicho y el Barrio del Pilar, una casa aislada. cuya fachada daba directamente a la carretera y situada enfrente de unas eras, algo también nuevo para mí.
Las eras, que eran varias, no solo una, eran unas plataformas empedradas que les servían a los niños del pueblo como excelentes campos de fútbol, y en las semanas siguientes a mí también.
La primera de las eras se situaba donde en los años posteriores construyeron un edificio para acoger el colegio del pueblo, que antes se situaba en una casa anexa a la Cañá.
Supongo que hoy ya tampoco funcionará el colegio nuevo y llevaran a los niños a Priego en autobús.
He visto en Google Maps que ya no existe ninguna de las eras en las que me lo pasé tan bien, una pena.
La casa tenía dos plantas, nosotros ocupamos la planta baja solamente, que por cierto era enorme y tenía en la parte trasera un corral al que se accedía desde una puerta en el interior.
A la planta de arriba se accedía por una escalera exterior y tenía adosado un huerto, en aquel momento abandonado porque esa casa estaba deshabitada.
Cuando llevábamos allí un tiempo (un mes o algo así creo yo) vino una familia y se instaló en ella, curiosamente uno de los miembros de dicha familia era Cristobal Mudarra, que se convertiría con el tiempo en el marido de mi prima Josefa (que por entonces no estaba en el pueblo).
Como ya he dejado entrever, El Cañuelo es un pueblo dividido en dos, está el pueblo propiamente dicho, que se encarama por la ladera de un monte, no muy alto, llamado La Mesa y después está el Barrio del Pilar, que está constituido por una única calle que baja hasta el arroyo, acabando en el pilar propiamente dicho, lugar donde las mujeres iban a lavar la ropa y donde se ubicaba la fuente, porque en las casas no había agua corriente, así que había que bajar cada día con los cántaros a la fuente y volver cargados con el agua para las tareas de la casa, para beber, lavarse, etc. En la parte alta del pueblo creo recordar que había otra fuente, pero sin lavadero.
La vida en El Cañuelo era plácida y feliz para los niños, se limitaba a ir al colegio, del que yo estuve exento durante el tiempo que estuvimos allí, jugar, y después jugar de nuevo.
Nos pillaba la noche dándole patadas a la pelota en las eras, lo cual no me sirvió para mejorar mi técnica futbolística, era mala y ha seguido siendo mala durante toda mi vida, claro que tampoco me ha importado demasiado porque nunca me gustó el fútbol.
De entre los que jugábamos en la era, aparte de Francisco, José y Rafael, solo recuerdo a Comino, no recuerdo su nombre, y de hecho no lo he vuelto a ver, aunque sí que tuve cierta relación con sus padres, muchos años después, ya que vivían muy cerca de nosotros, en Badía del Vallés e incluso en un par de ocasiones nos dejaron su casa en el Cañuelo para pasar unos días. Mi hijo mayor, Francisco conoció El Cañuelo alojado en ella.
Allí aprendí muchas cosas que en Tarifa me era imposible aprender, por ejemplo, aprendí a desgranar mazorcas de maíz, aprendí como se cogían y se machacaban las aceitunas, me monté en un mulo por primera y única vez en mi vida, y sobre todo conocí gente fantástica.
A la entrada del Barrio del Pilar había un bar, justo en el edificio que hacía esquina con la carretera y que tenía una terraza que debías cruzar para acceder al establecimiento, allí vivían Nieves Barea y José Navas, con sus hijos, María Luisa, Francisco, José, que era de mi edad, y Rafael el pequeño.
He conocido a muchas personas a lo largo de mi vida, pero tengo que decir que a pocas como a esa familia, que se complementaba también con la hermana de Nieves, Dominga, que era viuda y vivía en la parte alta del pueblo.
Pasé momentos inolvidables en aquella casa, que abrieron de par en par a mi madre, sobre todo sabiendo que se quedaba sola conmigo en un lugar extraño para ella, creo que dormimos más días en aquella casa que en la que alquiló mi padre.
Con Francisco, que era mayor que yo, fue con quién me subí en el mulo e hicimos el recorrido desde el pilar hasta su casa, cargado el pobre animal con nosotros dos y con varias (creo que 4) grandes cántaras de barro con agua.
Recuerdo una anécdota que voy a referir a continuación porque creo que el personaje es digno de ser recordado.
Cuando caía la noche mi madre y yo solíamos sentarnos en una de las mesas del bar a leer, mi madre a veces a coser o, simplemente, a mirar un rato la tele (en casa no teníamos de eso todavía), así que, normalmente ya de noche acostumbrábamos a estar por allí.
Había un vecino, del que desconozco el nombre, pero al que apodaban «el pajarito», al que le gustaba ligeramente el vino, lo que hacía que apareciera por el bar algunas noches (casi todas) y cuando lo hacía solía ir ya «ligeramente» cargado.
Solo su estampa ya era digna de ser relatada, era alto (yo lo recuerdo así) y extremadamente delgado, se tocaba con un sombrero de alas rectas y copa ligeramente alta, estilo cordobés, y llevaba siempre una chaqueta o un chaquetón, colgado de un hombro, sin acabar de meter los brazos por las mangas y caminaba ligeramente inclinado a un lado.
Pues bien, el buen hombre, cuando se enteró de que éramos la mujer y el hijo de Rafael el de Felipe el Sordo, que era como conocían a mi padre en el pueblo, se empeñó en que tenía que invitarnos a «una copita» a lo que mi madre respondía regularmente (la invitación se repetía cada noche) que yo era un niño y que ella no bebía, que muchas gracias. Finalmente, una noche, mi madre, no tuvo más remedio que claudicar y allí que nos pusieron las respectivas copitas y el hombre se quedó ya conforme.
No obstante años después mi padre me refirió una historia sobre cuando «el pajarito» era joven, que creo que vale la pena reseñar.
Parece ser que el hombre vivía en una casa del barrio del Pilar, ignoro en cual, y acostumbraba a llegar de madrugada «calentito» y golpeaba a la puerta y clamanba a voz en grito para que su mujer le abriera la puerta. Ella, que ya lo conocía de sobras, acostumbraba a tener la llave atada a una cuerda, porque, como dormían en la primera planta, se la podía descolgar y no tenía que bajar la escalera para abrirle.
La mayoría de las veces cuando él notaba la llave cogida con la cuerda que se bamboleaba a su lado se retiraba, la miraba y decía » ¡uy! ¡una bicha! » y agarrando la cuerda bajaba la calle hasta el arroyo que discurría al lado del pilar y sumergía la llave en el agua intentando ahogar al supuesto animal, siendo el resultado que más de una vez se le había escapado la cuerda y perdido la llave.
Guardo un cariñoso recuerdo de aquella persona, mayor y viudo cuando yo lo conocí.
Además de las personas que he nombrado recuerdo a Balbino, el que era alcalde pedáneo y que tenía una alberca en su finca que estaba a la izquierda de la carretera una vez pasado el barrio del Pilar en dirección a Priego, y que presumió ante nosotros de como «los extranjeros se habían estado bañando en ella ese verano pasado» recuerdo a Leoncio, que era primo de mi padre no se en que grado, y María, un matrimonio muy anciano que vivían en la segunda casa en el lado izquierdo de la calle que bajaba al pilar, justo al lado de la casa que fue de mi padre y sus hermanos y que fue construida por las manos de mi abuelo con la ayuda de sus hijos antes de la guerra.
También recuerdo a Leovigilda, que vivía, con su familia, no recuerdo el nombre de su marido, en la parte alta del pueblo y que también era prima de mi padre en algún grado.
Me alucinaba (y lo sigue haciendo hoy, aunque ya no exista) el suelo del comedor de su casa, que era de piedras de río colocadas de canto y que siempre estaba brillante y reluciente a golpe de dejarse la espalda tirada en el suelo frotándolo.
Muchas otras personas conocí, de las que no recuerdo el nombre, pero que formaron una parte muy agradable de mi estancia en El Cañuelo.
Me viene a la memoria una chica, joven, muy alegre, que formaba parte de un grupo que se reunían para coser y al que se incorporó mi madre, a la que, en honor a su buen humor y su carácter abierto apodaban (creo que ella misma se arrogó el término) «la banda borracha» que era el título de una canción que se había puesto de moda ese verano.
Los días en El Cañuelo transcurrían plácidos, entre eras, balones, paredes blancas y olivos y tendría mil y una anécdotas que contar, pero, como escriben los que saben de ello, la memoria es frágil y aún me queda hablar un poco de Priego, tengo que decir que, aunque la primera visita la hicimos con mi padre, luego mi madre y yo íbamos una vez por semana a Priego a comprar.
Por el pueblo pasaban vendedores ambulantes casi cada día, recuerdo que pasaba cada mañana el panadero que traía unos molletes riquísimos, y el pescadero que venía con una moto en cuyo portamaletas llevaba una caja con diferentes tipos de pescado, creo que el panadero también iba en una moto con grandes alforjas de esparto en la parte trasera.
Pero como mi madre no se acababa de apañar lo que hacíamos era ir a Priego a comprar, lo hacíamos en la Alsina de la mañana, unos autocares rojos con letras amarillas que hacían el recorrido entre Córdoba y Granada.
Una vez allí comíamos churros para desayunar junto al mercado.
No me quiero extender, pero es que me van viniendo los recuerdos y, algunos de ellos, creo que vale la pena dejarlos reseñados.
Mi padre me había dicho que, al contrario que en Tarifa donde te los daban envueltos en un papel, en Priego te daban los churros «en un junco», así que el primer día, mientras mi madre y yo nos sentábamos en una cafetería y pedíamos los cafés, mi padre se acercó a por los churros y cuando volvió con ellos, con una enorme cara de decepción, pregunté:
- ¿Y el barco?
Mi padre me miró extrañado y mi madre se echó a reír.
Claro, tuvieron que explicarme que el junco era un tallo vegetal y no un barco chino, como yo había deducido hábilmente. Bendita inocencia, todavía recuerdo mi profunda decepción.
Allí, en Priego, descubrí el trinaranjus, el antecesor del actual Trina, que lo vendían en un tetrabrick piramidal y que yo insistía siempre en pagar con mi propio dinero en una tienda situada junto al mercado.
También descubrí que la casa natal de Niceto Alcalá Zamora estaba en la calle del Río y, aunque entonces no se podía visitar, lo he hecho a posteriori una vez convertida en casa museo. Vale mucho la pena.
También descubrí que el final de la calle del Río estaba la Fuente del Rey, una fuente monumental con trescientos sesenta y cinco caños de agua pura y cristalina, en Priego hay muchas fuentes y yo tenía que recorrerlas todas y beber en ellas ¡como resistirse!, también descubrí el turrolate, que son unas barras que se hacen con cacao y, en dos variedades, almendra y cacahuete, riquísimas, todavía las hacen pero por aquellos tiempos íbamos a comprarlas a la misma fábrica, que ya no existe y que estaba en el centro del pueblo.
Descubrí el Adarve, un jardín delicioso con una vista inmensa sobre los campos de olivos y la huerta más cercana al pueblo, en verano te sientas en los bancos y te llega el aroma de las innumerables higueras que pueblan los bajos de la muralla.
Comíamos al mediodía (había que esperar la hora de la Alsina de regreso) en una freiduría de pescado que había en la calle de la Ribera (creo).
Como última anécdota sobre Priego diré que cuando llevábamos allí la mitad del tiempo previsto, mas o menos, se presentó mi tío Paco, Perrachica pa los amigos, porque quiso supervisar personalmente que estábamos bien y no necesitábamos nada (al hombre le encantaba viajar a la par que ser atento y preocuparse por su familia).
Vino solo, porque mi tía Concepción se tuvo que quedar al cuidado de mis abuelos (mi abuela estaba paralítica), mis hermanos y mi padre, y tan solo estuvo dos días, un sábado que estuvimos en El Cañuelo y un domingo, que fuimos a Priego y, ¡he aquí que descubrió un abrigo en una tienda!, una tienda que estaba en la esquina de la calle del Río con la plaza de Andalucía.
- ¡Mira que abrigo más bonito para tu hermana! – fue el comentario
Solo bastó que mi madre dijera – si que es bonito – para que mi tío removiera todo el pueblo en busca del propietario de la tienda para que la abriera (era domingo) y le vendiera el abrigo. Naturalmente lo llevaba con él cuando cogió la Alsina de vuelta al día siguiente.
Creo que me he alargado mucho en este post, así que vamos a darlo por concluido.
Tan solo me queda por decir que, si Priego es uno de los pueblos más bonitos de España, al menos de los que yo he conocido, El Cañuelo es uno de los lugares más encantadores para visitar y sobre todo para estar.
Si ya habéis visto un amanecer con el sol saliendo del mar, no os perdáis un amanecer en un olivar, es algo indescriptible.
En El Cañuelo conocí también la que llaman la «cuna de la reina mora» que es un saliente que hay en una formación rocosa que surge en forma de cresta de entre los olivos como una torre de vigilancia y al que subimos con mi padre. También me enteré de que el cementerio del pueblo lo estrenó mi abuela María, allá por los años veinte. También tuve el privilegio de visitar la Jinesa (ahora no se, entonces estaba cerrada al público) porque el guarda era también pariente de mi padre y nos enseñó todo el cortijo, la casa señorial, la capilla, el jardín…
En fin, cuando volvimos a Tarifa recuerdo bajar del tren por la noche y entrar de lleno en la trepidante vida de Algeciras, con gente andando de prisa de un lado a otro, un señor que se empeñó en ofrecerle a mi padre hasta la saciedad «una buena pisión» (pensión) y recuerdo el colorido de las luces de Gibraltar, que deslumbraban después de tanto tiempo entre olivos y oscuridad nocturna, y por supuesto, una vez en Tarifa, el olor del mar, el salitre, nuestro querido viento de levante y nuestro color, que es único, pero no más único que el de El Cañuelo.
Este post va a significar el final de la serie de «En Sepia y Blanco y Negro» que no del blog que seguirá adelante con otros temas.
Sinceramente siento que sea así, pero mi pobre cerebro ya no me deja estrujarlo más, seguro que algún día sale algo por ahí, si es así haré un especial, pero de momento como decía Porky «eso es to, eso es to, eso es todo amigos».
En los próximos días quiero compilar toda la serie y os la ofreceré en formato de e-book (gratuito naturalmente) por si alguno de vosotros quiere descargarlo.
Si alguien lo hace será un privilegio para mí y me sentiré muy honrado.
Gracias por leerme.