Amanecía, el sol, rojo, asomaba lentamente de la superficie del mar tiñendo las aguas en una estrecha y larga franja que llegaba hasta la costa.
Era una costa llana, pero plagada de rocas, casi todas sumergidas bajo una pleamar en lenta retirada.
Tan solo unas leves olas llegaban hasta la playa, de guijarros en su mayor parte, apenas con unas calvas formadas por una arena gruesa y color café con leche.
En un solitario banco, en la acera del paseo marítimo más cercana a la playa, Juan, miraba la evolución de un sol aparentemente quieto.
Una leve brisa agitaba cuatro cabellos blancos que se descolgaban, quizá un poco largos, por su nuca, bajo una gorra fina de tela.
El hombre parecía estar mimetizado con el entorno, parecía formar parte de él desde que, apenas media hora antes, en plena oscuridad, llegara caminando para sentarse en el banco y contemplar el amanecer.
El sol fue ganando terreno a la noche y, pronto, se apagaron las farolas que, con una luz amarillenta y fea, iluminaban las aceras y la calzada del, aún, solitario paseo.
A lo lejos, parecían llegar, apenas audibles, los gritos y las risas de algún grupo de trasnochadores, que se resistían a dar por concluida la noche.
Un hombre se acercó caminado lentamente por la acera, llevaba un bastón que utilizaba apenas para ponerlo en el suelo sin apenas apoyarse o ayudarse con él.
Caminaba despacio y ligeramente fatigado, así que, de tanto en tanto, se paraba para recuperar el aliento.
Cuando llegó a la altura del banco donde Juan seguía contemplando, en absoluto silencio, el océano, se detuvo, miró con curiosidad, primero a Juan y después al mar, para volver a mirar a Juan de nuevo.
Como éste no parecía dar señales de vida, acabó por sentarse en el otro extremo del banco.
- Buenos días – dijo nada más tomar asiento.
Juan, que parecía no haberse percatado de su presencia hasta ese instante, volvió ligeramente la cabeza y contestó con la misma frase.
- Hermosa mañana – dijo ahora el recién llegado – parece que hoy va a hacer calor.
- Eso parece – contestó Juan, que no parecía demasiado interesado en entablar conversación.
- Yo vengo por aquí cada mañana, bueno cuando hace buen tiempo, que en invierno…
Juan sonrió brevemente y volvió a su estática contemplación del mar, ahora totalmente iluminado por el sol.
Al fondo vio como varios barcos de pesca surcaban las aguas, de este a oeste, en busca de la bocana del puerto.
- No lo he visto otros días por aquí ¿está usted de vacaciones? – insistió el recién llegado.
- Sí – contestó Juan, con una cierta nota de fastidio en la voz.
- ¿Es la primera vez que viene por estas tierras?
- No. Las conozco bien.
- ¿Ah sí? – insistió el hombre – No recuerdo haberlo visto con anterioridad. Yo nací aquí ¿sabe?
- Ajá – repuso Juan con desgana.
- Muchos años viendo como este pueblo cambiaba, como se llenaba de extranjeros y de sombrillas, ¡de turistas! – su voz tenía un muy claro toque de desprecio – ¡hemos vendido nuestra alma!
Juan volvió a mirar de reojo sin contestar, sin hacer ninguna concesión que diera pie al otro a continuar con la charla.
- ¡Antes se vivía mejor! – Acabó afirmando el desconocido, dando muestras de que no le importaba nada la actitud poco tendente a entablar conversación, de Juan – ¿no le parece?
- Supongo que unos sí y otros no – contestó Juan con un ligero tono molesto, como si la afirmación del otro le hubiera ofendido de alguna forma, pero no lo suficiente como para levantarse y dar por concluida la conversación.
- Sí claro… eso siempre pasa ¿no? Permita que me presente, soy un maleducado, Matías, Matías Díaz – dijo alargando la mano.
Juan miró la mano tendida y la estrechó, con fuerza, pero brevemente.
- Juan – respondió.
- ¿Y su apellido?
- Mi apellido nunca ha sido importante, pero si le interesa tanto es García.
- Y dígame Juan ¿Cómo es que conoce tan bien estas tierras?… ¿es usted de algún pueblo de por aquí? ¿viene cada año de veraneo?…
Juan se volvió un poco más hacia su interlocutor y lo miró con una atención que hasta ese momento no había mostrado.
Después de recorrer con la mirada al hombre, que apoyaba ambas manos en su bastón, respondió:
- Nací aquí – Ahora su voz reflejaba rotundidad, una afirmación contundente.
- ¡Anda! ¡qué casualidad! ¿y cómo es que no lo conozco? Mire que yo conozco a casi todo el mundo aquí… bueno de los de siempre, los recién llegados no me interesan demasiado… ya sabe, una panda de jovencitos advenedizos que no respetan nada.
- Usted es Don Matías ¿verdad? – Preguntó Juan ignorando la pregunta del otro.
- Sí, claro así me llaman – contestó el otro mientras miraba a Juan de manera curiosa, tratando de averiguar si lo conocía o no, porque lo cierto era que Juan sí parecía conocerlo a él – lo cierto es que su cara… me resulta familiar – soltó la mano derecha del bastón y se frotó la barbilla repetidamente, como si ese gesto lo ayudara a recordar el rostro olvidado.
Juan lo contemplaba de una manera totalmente impersonal, sin mostrar ningún tipo de interés en desvelar de qué conocía a Don Matías.
Cuando Juan desvió de nuevo la mirada, para contemplar de nuevo el mar, el otro dio un golpe en el banco con la mano derecha en un acto de satisfacción, lo que hizo que Juan volviera a mirarlo.
- ¡No me digas que eres Juan! ¡Juanillo, el que vendía burugatos los domingos, a la salida de misa!
Hizo una pausa, como esperando que el otro diera por cierta su afirmación, pero como Juan no daba muestras de querer hacerlo, acabó por repetir el gesto de golpear el banco con la mano derecha para volver a afirmar – ¡pues claro! – Juan lo observaba igual de indiferente que antes y sin desvelar si el otro estaba en lo cierto o no.
- ¡Cuantos años! ¿Y qué ha sido de ti todos estos años? ¿Dónde has vivido? ¿Te casaste?
- He vivido en Sevilla y, cuando me fui, ya estaba casado.
- Yo siempre pensé que eras soltero, fíjate que cosas, como eras bastante más joven que yo… yo acabo de cumplir los setenta y ocho ¿sabes? y dime ¿Cómo por aquí otra vez?
- Desde que me jubilé pensé que sería una buena idea volver y ver de nuevo mi pueblo.
Don Matías sonreía y mostraba una alegría un poco exagerada, probablemente más por su propio acierto que por el reencuentro en sí.
Mientras, Juan, conservaba una actitud totalmente inexpresiva, pero no exenta de cierta molestia por haberse encontrado con alguien a quien esperaba no volver a ver nunca.
- ¡Qué coincidencia! Ya lo dice el dicho “el mundo es un pañuelo” ¡y es verdad! Me vienen a la mente muchos recuerdos… pero dime, hace por lo menos cuarenta años que te fuiste de aquí ¿no?
- Cincuenta y dos – corrigió Juan.
- ¿Y no has vuelto nunca? Porque yo no te he visto.
- No, nunca he vuelto, mi mujer no quería volver… Pero como me quedé viudo hace dos meses…
- Vaya, lo siento – mintió Don Matías.
- Cosas que pasan – contestó Juan iniciando la acción de levantarse y dar por concluida la charla, que parecía haberle aguado la contemplación del amanecer.
- ¡Espera hombre! ¿Dónde vas con tanta prisa?
Juan volvió a sentarse resignado, mientras Don Matías parecía disfrutar por haber encontrado a alguien con quién paliar la soledad con la que llegó al banco.
- ¿Y cómo es que te fuiste? ¿cómo se abandona todo y se va uno por ahí… tan lejos? Bueno, ahora Sevilla está cerca, pero en aquellos años… era un viaje ¿no?
Juan reflexionó durante un instante ante la mirada impaciente de Don Matías.
Miró el mar, el reflejo del sol sobre la superficie, aspiró profundamente el aroma. El sabor a sal le inundó el paladar y se vio a sí mismo, delgado, tocado con una gorra que había conocido tiempos mejores, y vestido con un pantalón, remendado en las rodillas y recogido hasta las espinillas, para que no se mojara, y una camisa remangada hasta los codos.
Iba descalzo, y caminaba por la orilla pasando sobre las piedras con una redecilla en la mano cargada de burugatos y la esperanza de un nuevo día con algo que llevar al plato.
- Bueno, es fácil dejar “todo” atrás cuando “todo” es nada – contestó al fin.
Se resignó a explicarle cuatro cosas sobre su vida a Don Matías, al menos para quitárselo de encima.
En su fuero interno, después de haberse marchado y de haber tenido que trabajar duro toda su vida para salir adelante, aún pesaba cierta dosis de pudor ante la desobediencia abierta hacía aquel que le daba una orden y que, como le habían enseñado cuando era un crío, eran superiores por el simple hecho de que eran ricos.
Sus hijos siempre le recriminaban esa actitud, en cierto modo servil, que el reconocía y que aceptaba como un error por su parte, pero que era incapaz de erradicar por completo de su forma de ser.
Se consideraba a sí mismo una persona sin formación, aunque había asistido a la escuela de adultos y había aprendido lo básico, a leer, escribir y hacer cuatro números.
A pesar de haber sido capaz de levantar la cabeza desde el pozo donde la tenía metida desde que nació, a pesar de ello, ese miedo al poderoso, porque no era respeto, era miedo, no había conseguido apartarlo del todo.
- Mi mujer se fue primero, luego, cuando vi que era imposible tener una vida decente aquí, dejé a mi hija con la abuela, mi madre, y me marché yo también. Fue muy duro, pero salimos adelante.
- Sí – convino Don Matías – fueron años muy duros, para todos – recalcó el “para todos” – mi familia y yo tuvimos que renunciar también a muchas cosas a las que estábamos acostumbrados…
Juan miraba con una mezcla de incredulidad y desprecio a Don Matías ¿cómo podía ser tan insensible? ¿cómo podía comparar su vida, con las de los que habían tenido que irse, a un lugar extraño, para poder alimentar a sus hijos? ¿Cómo podía sí, en el fondo él y otros como él, eran los culpables de aquella miseria?
Que él supiera, a Don Matías el dinero y la posición le vino de herencia, su familia siempre había sido la de “los ricos” del pueblo, nunca tuvo que hacer nada, no tuvo que trabajar ni que luchar para salir adelante.
La vida solucionada, un bonito chalet, buena ropa, coche, cuando nadie lo tenía, juergas y, sobre todo, impunidad, una impunidad vergonzosa para hacer valer su voluntad sobre la de cualquiera.
Para Juan, que era una persona simple, tanto de ideas como de necesidades, su idea sobre la vida de Don Matías era igualmente simple: no tenía que preocuparse por ponerle un plato en la mesa a su familia.
Conforme iba pensando en ello, más crecía su indignación.
Pero trató de acallar aquella ira que notaba que crecía dentro de sí.
Había venido de vacaciones, quería volver a ver los lugares de su infancia y primera juventud, no quería discutir por nada ni con nadie.
Encontrarse con Don Matías, él albergaba la oscura esperanza de que se hubiera muerto ya, había sido una mala jugada del destino.
Dejaría pasar el rato y elegiría otro lugar para ver el amanecer al día siguiente.
- ¡Pero no hablemos de cosas tristes! – dijo Don Matías recuperando la sonrisa – también pasamos buenos momentos ¿no? ¿quién no recuerda buenos momentos de su juventud?
Juan no contestó, no quiso darle la satisfacción de darle la razón.
- Los tiempos eran otros, ahora estamos más cerca, tú y yo digo, la sociedad ha cambiado mucho, además la edad nos hace más iguales ¿no te parece? Yo recuerdo aquellos tiempos con alegría, aunque tuvieran momentos duros. Lo pasado, pasado está, ¿no te parece Juanillo? Recuerdo una vez – dijo casi sin poder aguantar la risa – en que Manolito Sáenz… ya sabes Don Manuel… pinchó una rueda del coche y tuve que hacer levantar a Castillo, el de los pinchazos, a las tres de la madrugada para que se la arreglara, porque la de recambio también la tenía pinchada y, claro, sin su coche no podíamos ir a un tablao al que nos habían invitado en un cortijo… El cortijo de Angelito, ya sabes, Don Ángel, el que estuvo en el seminario… ¡menudo prenda nos salió el aprendiz de cura! Lo que nos llegamos a reír, no sé yo quién lo pasó peor, si Manolito o Castillo… – mientras hablaba reía y movía la cabeza de un lado a otro – …o aquella otra vez en que el guardia urbano nos quería recriminar por armar ruido a las tantas de la madrugada ¡pero hombre de dios, que veníamos de fiesta! ¿Qué quería? ¿Qué viniéramos como las monjas en el convento?…
De repente se paró y se llevó la mano al pecho.
- Tengo que relajarme… el corazón ¿sabes? Ya no marcha como debiera, la edad. ¡Demasiado vino y demasiado jamón! dice el médico ¡Qué sabrá ese muerto de hambre! ¿Tú estás bien de salud Juanillo?
- De momento sí, Don Matías, no me quejo. Claro que, como yo ni he bebido tanto vino ni comido tanto jamón…
Don Matías se agarró al banco intentando reprimir a duras penas un nuevo ataque de risa que acabó derivando en un ataque de tos.
Cuando se repuso, miró a Juan, y enjugó las lágrimas con un pañuelo que había sacado del bolsillo, luego lo conservó en la mano mientras miraba de nuevo a Juan.
- Tienes gracia, puñetero, tienes gracia… siempre la has tenido, ya la tenías cuando estabas aquí. Recuerdo una vez, que estabas vendiendo burugatos, un domingo era, a la salida de misa, yo iba con mi familia y los amigos de siempre, ya sabes, Don Manuel, Don Julián, Don Ángel… mi grupo de siempre… Me acerqué y te pedí un papelillo de burugatos. Tú lo preparaste, con diligencia y una sonrisa, que siempre fuiste una persona servicial ¡como debe ser! Cuando me lo alargaste, con una sonrisa en tu cara, y te pregunté cuanto te debía, me dijiste, alegre, no como estás ahora que parece que estés de entierro “un duro Don Matías” y yo, mirándote fijamente te dije todo indignado “¿Un duro? ¿por un papelillo de burugatos?… Eché mano al bolsillo y te di dos pesetas y tú, cogiéndolas, dijiste “Lo que usted disponga Don Matías” eso sí, con una sonrisa. Que no se diga.
Le dio un nuevo ataque de risa que intentó ahogar llevándose la mano con el pañuelo a la boca.
- “Lo que usted disponga Don Matías” ¡Ya te digo yo que tenías gracia, puñetero!
La risa volvió a convertirse en tos y durante un par de minutos pareció que iba a ahogarse, su piel se puso roja, incluso amoratada en algunas zonas de la cara, luego se relajó, pero sin dejar de toser.
Al cabo de un instante se llevó de nuevo la mano al pecho y luego al brazo izquierdo.
El bastón se cayó emitiendo un sonido que, en la quietud de la mañana pareció muy fuerte, pero que, en la soledad del lugar, nadie oyó.
Don Matías abrió los ojos desmesuradamente, casi se le salían de las órbitas, los tenía rojos y su boca intentaba, en vano, que salieran las palabras que quería pronunciar, mientras babeaba ostensiblemente y boqueaba buscando aire.
- El corazón… – balbució apenas, babeando más – El corazón… busca ayuda…
Juan se levantó y, desde su posición más alta, miró al anciano agarrándose el brazo, mientras se caía un poco del lado derecho sobre el banco.
Se fijó en que una de sus piernas se ponía rígida y se agitaba ligeramente, como si tuviera vida propia.
Se mantuvo así un par de minutos, mirando sin alterarse, sin dar señales de querer prestarle la menor ayuda, pero sin acabar de irse.
Finalmente, se dio la vuelta y anduvo tres pasos para volver, de nuevo, a detenerse y mirar otra vez al anciano.
- Ayuda – balbució de nuevo Don Matías mirándolo fijamente – busca… mi corazón… ¡me muero! ¡Me muero Juanillo!
Juan lo miró fijamente a los ojos y esbozando una enorme sonrisa dijo:
- Lo que usted disponga Don Matías… lo que usted disponga.