Las manillas del reloj de sobremesa avanzaban a un ritmo invariable de un segundo por segundo, demostrando de manera fidedigna que el viaje en el tiempo existe, que, a ese ritmo, constante, todos viajamos hacia el futuro.
La cuestión no es si el viaje en el tiempo existe, la cuestión es si existe el tiempo en sí mismo, si pasado, presente y futuro no forman un todo, aunque podamos vivir el presente y recordar el pasado, pero no el futuro.
Un segundo, la duración de 9.192.631 770 períodos de la radiación correspondiente a la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado básico del átomo de cesio-133 a una temperatura de 0 K, sea lo que sea que eso signifique.
Un segundo, el tiempo que tarda la tierra en recorrer 29,8 km alrededor del sol.
Un segundo, el tiempo que necesita el sol para recorrer 220 km en su deambular por el espacio.
Dejó el libro sobre una mesita, a la vez que se centraba en pensamientos más concretos.
Un segundo es el tiempo que se tarda en iniciar un beso.
Un segundo es el tiempo que se tarda en decir sí y el que se necesita para decir no.
Un segundo, la sexagésima parte de un minuto, que es a su vez la sexagésima parte de una hora.
La manecilla larga del reloj se movió para marcar el siguiente segundo, cuando efectuó su movimiento, casi instantáneo, osciló levemente arriba y abajo, el movimiento fue brusco y violento, quizás no a su escala, pero sí a la de la manecilla.
En ese breve tiempo, un segundo, 3.000.000 de células de su cuerpo se transformaron en otra cosa, no dejaron de existir, nada deja de existir.
Lo acababa de leer y, ese pensamiento, lo animó.
El sonido duró más de un segundo, pero en el primer segundo de existencia de ese sonido, la bala, que habría recorrido más de trescientos metros, se frenó al contacto con el hueso y quedó detenida bruscamente por la pared.
Ese fue el segundo exacto en el que, para él, se paró todo.
Él tardó un segundo en morir, para morir no hace falta mucho. Pero no desapareció, sólo se transformó.