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La Alameda

Si a los distintos lugares por donde pasamos, pueblos, ciudades, mares, playas, montes… les importáramos lo más mínimo se podría decir que Tarifa me vio partir en agosto del año mil novecientos setenta, pero, lo cierto es que no es así, a esos lugares no les importamos nada en absoluto. 
 
Esos lugares, que muchos consideran suyos, estaban cuando llegamos y estarán cuando nos vayamos, por lo tanto, somos nosotros más de ellos que ellos de nosotros. 
 
Hay quién dice (mi padre entre ellos) «el pueblo que soy yo» en lugar de «mi pueblo» frase sabia donde las haya. 
 
Por lo tanto, diré que, a mis trece años, vi como Tarifa quedaba atrás.  
 
Como de ser mi presente pasó a ser mi pasado. 
 
La vida es como las rectas, se componen de puntos alineados unos junto a otros y si eliminas uno, la recta, deja de serlo y puede que se convierta en dos rectas, pero ya no será nunca más una recta completa. 
 
La vida se compone de instantes, unos más largos y otros más cortos, unos más importantes y otros menos. Esos instantes son como una serie de fotografías que integras para que se conviertan en un vídeo.  
 
Si eliminas uno de esos instantes la vida deja de ser enteramente tuya y se convierte en dos vidas, por eso nunca he comprendido a aquellos que renuncian a parte de su pasado, que reniegan de su pueblo porque, según ellos, su pueblo los trató mal. 
 
Lo que ocurre en realidad es que ciertas personas, que por la circunstancia que sea coincidieron con ellos en un lugar concreto y los maltrataron, o los privaron de algo, a veces de manera cruel, pero yo siempre me he preguntado ¿qué culpa tiene de eso el pueblo, el lugar? 
 
Yo, por eso, y porque mi madre siempre decía que los tarifeños somos «muy tarifeños», nunca he culpado a Tarifa de mi partida, fueron las circunstancias, que además con trece años se te escapan, no es tu decisión. 
 
De lo que sí soy culpable, yo o mi «trastorno obsesivo compulsivo» es de no haber pensado que la vuelta era posible. 
 
Mi partida de Tarifa fue, como tantos pasos en la vida, determinante y lo fue, como suele suceder, sin que me diera cuenta. Por utilizar a un maestro (Serrat): 
 

«De vez en cuando la vida nos gasta una broma 

 y nos despertamos sin saber qué pasa,  

chupando un palo sentados sobre una calabaza» 

 
Un poco así es como te sientes cuando, pasada la euforia de conocer sitios nuevos, la excitación de la gran ciudad, las luces, los teatros, la gente, la vida frenética, la oferta cultural… un buen día te despiertas y te das cuenta de que has estado chupando un palo, sentado sobre una calabaza y que encima, al palo, ya no le queda ni un recuerdo del sabor que tuvo cuando servía de soporte a un caramelo. 

Y no es que la vida de uno no esté completa, que al menos en mi caso lo está… es darte cuenta de que todo era y es más fácil, más simple de como lo hemos hecho y que las ciudades, con todo su encanto (unas más que otras) no pueden competir con un atardecer sobre el mar. 

Atardecer en Los Lances

Darte cuenta de que vivir es más fácil de lo que nos lo han vendido, que las cosas que de verdad valen la pena no son las que has comprado con toda una vida de trabajo esclavo porque el trabajo siempre es esclavo.  
 
Las cosas que de verdad valen la pena son otras por las que nunca tienes que pagar. 

Tarifa, en mi caso, es una de esas cosas en las que te pasas mucho tiempo sin pensar y que un buen día te levantas y te dices a ti mismo «te lo has perdido, atontao» 
 
Durante unos cuantos años he pensado que no volvería a ver Tarifa.  
 
Los motivos son varios y no vienen al caso, pero lo cierto es que durante mucho tiempo he pensado así, que nunca volvería a Tarifa. Y lo peor no es que lo pensara, lo peor es que me había resignado a que fuera así. 
 
Esther me sorprendió un día y me dijo que no le importaría que nos fuéramos a vivir a Tarifa cuando nos jubilemos, así que a ella le debo la esperanza de volver. 
 
Casi a la vez mi buen amigo Francisco Javier Criado Atalaya me incluyó como miembro en varios grupos de Facebook de Tarifa. Gracias por ello. 
 
Así que lo cierto es que he vuelto, evidentemente he vuelto más veces antes, de vacaciones en agosto, y en su día traje a Esther y después a mis hijos a que conocieran este fantástico pueblo nuestro. 

Pero, después de la resignación y del autoconvencimiento, la semana pasada pasé tres días en Tarifa. 

Volví, después de quince años (tengo perdida la cuenta, pero ese número es seguro, probablemente alguno más) y me encontré una ciudad distinta, en apariencia.  
 
Lo primero que me llamó la atención fue, viniendo desde Cádiz, la frondosidad, ¡cuanto verde! pero enseguida me di cuenta de que hace cuarenta y ocho años que no estaba en Tarifa en el mes de mayo, siempre que volví lo hice en pleno verano y claro en esa época no hay muchos paisajes verdes por esa tierra nuestra. 
 

Lo segundo, en el pueblo en sí, las construcciones llegan hasta el Puente la Vega, hay muchas viviendas nuevas, una nueva parada para los autobuses de Comes, la ciudad se extiende más allá de las casas de «la Cometa Blanca» que era lo más lejano que yo había conocido. 
 
Hay varios supermercados, la última vez que estuve tan solo el Hipersol abría sus puertas cada mañana. 
 
Hay, en fin, muchos cambios en el paisaje. 
 
Pero el cielo, el mar, el castillo, la calzada, la Isla, todo está ahí porque somos nosotros los que pasamos, no los lugares. 
 
Los lugares cambian, se adaptan y perviven. 
 
La mayoría de los tarifeños actuales no sabrán que, donde está «el Barrilito», en La Calzada, antes estaba la imprenta de Rufo, o que donde ahora está el Hotel Convento antes estaba el Instituto de Enseñanza Media que cada día se desbordaba de griterío a la hora de la salida, que frente a la Puerta de Jerez estaba el bar de Antonio Rodríguez, ese donde se empotró en los años sesenta un camión que venía sin frenos desde la carretera de Algeciras, que junto a los batientes de carros que son las piedras redondas de la Puerta de Jerez, se ponía Francisco a vender sus escobas. Tantas y tantas cosas. 
 
Pero todo eso no es extraño, nosotros, los que tenemos una cierta edad ignoramos muchas cosas que pasaron antes de llegar nosotros, pero podemos tener la absoluta certeza de que allí estaba la isla, la playa de los Lances, la Caleta y que debajo del asfalto que ahora pisan los tarifeños están los adoquines que pisamos nosotros y debajo de estos la tierra que pisaron otros. 

Porque, al final, a pesar de los que se cargaron la laguna de la Janda, a pesar de los que ahora quieren acabar con las casas de Porro y con Valdevaqueros, a pesar de todos los que defienden desmanes solo por una pizca mezquina de poder o de dinero, Tarifa seguirá, y los que vivan en ella, estarán tan orgullosos de ser tarifeños como lo estamos los de mi generación y como lo estuvieron los que fueron antes de nosotros. 

Pero hay algo más importante aún y es que, paseando por Tarifa estos días, he encontrado a Tarifa en sus calles y paisajes y, sobre todo, a su espíritu en su gente. 

Apenas vi caras conocidas, es natural porque, aunque la mayoría de los de mi generación estén todavía por ahí, o por cualquier otro sitio, los que nos servían de referencia ya no están, o están lo suficientemente viejos para que no te los encuentres por la calle, Juanito, Francisco el de las escobas, Tizón, Manolo el sevillano, Gabriel el ciego, Felisa la madre de mi tío Paco, mi propio tío Paco, Félix su hermano, Alfonsa que tenía un pensión y vendía los huevos de sus gallinas en la calle Amador de los Ríos junto con su marido del que no recuerdo el nombre pero sí que era gallego,  el melero (de quién nunca supe el nombre), Juan Chamizo el zapatero de la calle Castelar… tantos y tantos otros. Personas anónimas que hicieron de Tarifa la que hoy es. 

El espíritu de Tarifa lo encontré en el recepcionista del Hotel Convento, que me pidió la URL de este blog después de saber que yo había estudiado allí, donde él trabaja y que lamentó (yo no le pedí nada fue pura amabilidad por su parte) no poderme enseñar las habitaciones porque el hotel estaba completo. 
 
Lo encontré en Fran Terán, con quién departí un buen rato acerca de sus libros y de la próxima publicación del mío, mi primera novela. 

No encontré a Juan Luís, «el Sabio de Tarifa» porque lamentablemente es de los que ya nunca encontraremos por la calle, prematuramente por cierto, pero sí encontré  su espíritu en La Casa de Elena y Juan Luís, en la calle Santísima Trinidad, encontré su espíritu en la amabilidad de su nuera, Isabel, con la que entable una amena conversación después de que ella se asombrara porque yo recordara a Juan Luis cuando, en la misma calle, regentaba una tienda de comestibles, que ella me aclaró que estaba concretamente en la cocina de su establecimiento actual, y también encontré su espíritu en su marido, Juan Luís,  en sus manos y su buen hacer como cocinero. Pero no solo, también en la amabilidad y la simpatía de los camareros. A todos ellos gracias. 
 
Lo encontré en la amabilidad del, supongo responsable, del bar que había regentado mi padre, el Pasaje (ignoro si sigue llamándose así) que, cuando oyó como le decía, a mi hijo Adrián, «mira este es el bar que regentaba tu abuelo» abrió la puerta (entonces cerrada) y dirigiéndose a Adrián le dijo ¿quieres ver el bar del abuelo? 
 
Ese es un comportamiento amable, no sé si era alguien nacido en Tarifa o no, lo ignoro, la conversación fue tan breve que apenas tuve tiempo de darme cuenta de su acento, pero lo cierto es que nos abrió la puerta y pudimos ver el interior del bar, muy cambiado por supuesto y reconvertido en restaurante, pero con la misma estructura y que incluso, en algunos lugares, conserva los bonitos azulejos en las paredes. 
 
Fue todo un detalle que agradezco profundamente. 
 
Lo encontré en la churrería Suarez, donde el churrero además de ser prácticamente una fotocopia de su padre ha heredado también su gracia y amabilidad, además de su buen hacer en el arte de la elaboración de churros. 
 
Lo encontré en el bar del mercado donde, a falta del café de Curro, nos ofrecieron café «de pucherete» igual de bueno que el de Curro. 


 Lo encontré, en suma, en Bolonia donde, visitando las ruinas de Baelo Claudia, encontré a un grupo de chavales (doce o trece años) que preparaban una representación teatral para otros chicos y donde, al ver que iban vestidos de romanos, me acerqué a uno y le dije «quillo ¿dónde has visto tú un romano con gafas?» a lo que él, después de reflexionar no más de dos segundos contestó muy serio «es que yo soy un romano 2.0» 
 
No sé si el chaval era tarifeño o no, pero resumía en sí mismo la gracia y buen humor de nuestra tierra. 
 
A todos ellos gracias por hacer que mi Tarifa en Sepia y Blanco y Negro sea tan parecida a su Tarifa en Colores.  
 
Quiero cerrar este post con una simple reflexión que, guardando mi modestia en el cajón de las falsas modestias, voy a permitirme destacar, como si fuera algo importante.

«Lo mejor está siempre por llegar» 

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