Algeciras
Lo que sigue a continuación es una historia cierta, experiencias de sol y viento de levante, recuerdos en sepia y blanco y negro que se alimentan del ayer. Un ayer tan cercano y a la vez tan lejano.

El día que había que ir a Algeciras empezaba antes porque había que ir a coger el autobús, o como se decía entonces «el coche de línea», que paraba en la calle Batalla del Salado, enfrente del bar El Grifo.
Puede parecernos curioso ahora, con las calles llenas de coches y de tráfico incesante, pero paraban allí, en la calle que era la carretera N-340, la única que había y que era mucho más estrecha que ahora y de la que no había variante ni camino alternativo. El autobús estacionaba y no estorbaba a nadie. Si se cruzaban dos coches pues uno esperaba y cuando pasaba el que venía de frente adelantaba al autobús y no se armaba un jaleo de tráfico ni la gente se alteraba.
Cuando llegaba el coche de línea se armaba el barullo normal a su alrededor, la gente salía de la estación, una pequeña sala rectangular con cuatro asientos mal contados y una taquilla al fondo donde se «despachaban» los billetes, y hacía corrillo alrededor de la puerta del autobús verde de Comes mientras salían los viajeros que se quedaban en Tarifa, después el conductor inspeccionaba los billetes de los que subíamos y nos dejaba pasar al interior.
Mientras Juanito, siempre Juanito, siempre trabajador, siempre diligente, siempre servicial, siempre agradable y simpático agarraba algún bulto de algún recién llegado y se perdía calle abajo seguido por el propietario del bulto, , el ayudante del conductor o algún empleado de la estación, no estoy seguro, procedía, si era necesario, a colocar el equipaje de los que nos subíamos al autobús.
El caso es que el día que había que ir a Algeciras era total y absolutamente especial para mí, el color del día era diferente, el café con leche y el pan frito sabían diferente, el aire era más fresco y la excitación del viaje flotaba en el ambiente, o al menos yo, que no había ido nunca a ningún otro sitio, así lo sentía.
Así que allá íbamos, a primera hora de la mañana a coger el coche de línea, subíamos al autobús y nos acomodábamos en los asientos de skay mientras el vehículo temblaba al ritmo irregular del ruidoso motor diesel.
Dentro olía a tabaco y gasoil, una niebla azul, fruto del humo de los cigarros, llenaba el habitáculo y el conjunto hacía que los que se mareaban lo pasaran francamente mal. Hombres fumando y mujeres con un pañuelo puesto en la nariz para paliar el humo y el olor mientras algunos pasajeros charlaban del tiempo, de la pesca o de su motivo para ir a Algeciras.

El autobús arrancaba y, en cuanto pasaba la curva frente a mi casa, empezaba a renquear tratando de sacar fuerza suficiente para abordar la subida mientras dejaba atrás la Hostería y enfilaba la estrecha franja de asfalto sin señalización horizontal ni arcenes. Una simple linea gris que subía en busca de la curva de la «S», donde actualmente está el puente de piedra que la sustituyó. Curva célebre y temida, donde el conductor tenía que usar toda su pericia para conseguir que el bus pasara por la revirada y estrecha franja gris, sin arcenes ni escapes de ningún tipo y casi sin espacio. Un lugar donde, a veces, algún coche (si era un camión u otro bus siempre) tenía que pararse totalmente para que el autobús girara ocupando toda la calzada.
Después se llegaba al Mesón de Sancho, donde creo recordar que hacía una parada, luego venía el puerto del Bujeo, entre estertores del motor y de los no fumadores.
Más adelante Pelayo, donde la carretera pasaba también por el centro de la población y efectuaba una nueva parada, y por último Los Pastores, «ya estamos llegando» se oía siempre y al fin, Algeciras.
Recuerdo el paso junto a las fábricas de corcho, cuyo penetrante olor hacía que yo dijera que me mareaba, aunque, en realidad, solo me daba un poco de asco, nunca llegué a marearme en realidad.
La entrada en la ciudad propiamente dicha, pasando por delante de la cárcel, el actual Centro de Internamiento de Extranjeros y el paso por el puente de la Conferencia donde el conductor se peleaba, de nuevo, para maniobrar en un vehículo sin dirección asistida y claramente demasiado grande para el estrecho puente sobre el perdido y añorado, aunque en sus últimos años oliera mal, río de la Miel.
Entonces llegábamos a La Marina…
¿Cómo describir La Marina?
¿Cómo describir la vida?
Vida, eso es lo que destilaba a chorros Algeciras y especialmente La Marina.

Para hacernos una idea pensemos en una ciudad del norte de África en la pre o post guerra mundial. Una ciudad llena de espías que toman café en las terrazas de los hoteles mientras leen el periódico, y a su alrededor la gente pasa comprando, vendiendo, voceando, charlando, mientras sortean los coches, ignorando los silbatos del policía que trata, desde lo alto de un podio, dirigir un tráfico ingobernable. Esa era la impresión que causaba en mí la Marina.
Los vendedores de periódicos vocean el Área o el Diario de Cádiz mientras caminan de un lado a otro agitando un diario y transportando el resto del paquete a la espalda sujetos con correas de cuero.
Nos podemos cruzar con una mujer con aspecto de matutera (estraperlista) y entre las mesas de las terrazas, bajo los grandes toldos de las cafeterías, los músicos pasean su música intentando obtener unas monedas del efímero público de paso que espera pacientemente hasta embarcar con destino a África o de subirse al autobús con destino a Cádiz o Sevilla.

Se oye hablar en diversos idiomas y no falta algún jaique, alguna chilaba y algún fez que se dirige con paso cansino a la terminal del puerto desde el que salen los barcos para Tánger y Ceuta o esperan pacientemente sentados en algún lugar.
Frente a las cafeterías y sus toldos vemos una hilera de autobuses aparcados en batería, alrededor de los que se mueve una humanidad completa y compleja compuesta por pasajeros, mozos de cuerda, conductores, madres que agarran con fuerza a los niños, ayudantes de conductor y trabajadores de la compañía que suben los equipajes, maletas de rayas, bultos recubiertos de tela y atados con cuerdas, cajas de cartón y un sinfín de objetos, a la baca, sobre el techo del autobús al que acceden por medio de una escalera firmemente anclada a la parte trasera. Suben y bajan con la soltura del que está acostumbrado, acomodan los bultos y los atan con igual maestría.
Detrás de la fila de autobuses lo que hay es el muelle pesquero, los marineros, sentados en el suelo, repasan las redes mientras las barcas a continuación de estos esperan, como dormidas en el agua mansa, cargadas con las lámparas que atraerán los peces por la noche, la hora de salir a faenar.
Por las aceras podéis ver mujeres vestidas con trajes de chaqueta, niños de pantalón corto y zapatos «gorila» y hombres con gabardina y tocados con sombrero, otros con americanas ajadas y gorra y que van de un lado a otro aparentemente sin rumbo, en un ajetreo caprichoso.
Hombres que se acercan a otras personas y susurran unas palabras mientras abren disimuladamente la americana y muestran algo. A veces, esas personas siguen al hombre, probablemente a alguna casa donde se venden artículos de estraperlo procedentes de Ceuta o de Gibraltar. Objetos difíciles o directamente imposibles de conseguir en la península.
Podemos ver mil colores y oler mil olores. Respirar el ambiente de una ciudad viva.
La calzada pavimentada de adoquines proporciona un sonido sordo al paso de los coches, humeantes la mayoría de ellos que se detienen ante el guardia subido sobre un podio y tocado con un salacot que alza la mano izquierda mientras agita la derecha y arenga a otros vehículos con el silbato para que crucen diligentemente interrumpiendo el tráfico lo menos posible.
Bajamos del autobús y cruzamos entre el barullo para llegar a la plaza, el mercado de Algeciras, orgullo de la ciudad y admiración de arquitectos aún hoy en nuestros días, pero, al margen del edificio en sí lo que recuerdo y que es de lo poco que de aquella Algeciras queda, es la humanidad que la circunda.
Las paredes del mercado no las vemos porque todo su perímetro está adornado por puestos de todo tipo, de frutas y verduras especialmente, pero también hay tiendas que venden chismes de todo tipo, de lata, de hierro, de latón… me gustaban especialmente las de cerámica, con su colorido que adorna botijos de mil tipos, vasos, lebrillos, cacharros para guardar los ajos, ollas de barro y una multitud de cacharros y que no los encontramos en el tenderete que sirve de puesto, no, están tapizando el suelo delante de éste, colocados sobre esteras de esparto o enormes lienzos que los protegen del pavimento y que dan un colorido al suelo que destaca sobre el gris de los adoquines.
Y como no, mención aparte merece el puesto de churros, con sus churros en ruedas pequeñas y, sobre todo, los churritos, mis preferidos. Ruedecitas de churro de patata que sabían a gloria.
El paso siguiente después de comprar los churros era tomar café para acompañarlos, siempre íbamos al mismo lugar, un bar largo, con mesas y sillas en la calle en la esquina con la calle Santacana,
Junto a las mesas del bar, en la calle, un enorme puesto de venta de cerámica ocupaba todo el espacio hasta la esquina, con estrechos senderos entre tanto cacharro, que permitían el acceso a las puertas que daban a la plaza.
Yo, que no me distinguí en mi infancia por ser de buen comer ni por tener una salud de hierro, no tomaba café normalmente, decía que no me gustaba «la espuma» (la crema) porque estaba amarga, pero allí nos sentábamos y tomábamos lo que debía ser el segundo desayuno del día.
Después había que hacer las gestiones que nos hubieran llevado allí.
Si se trataba de ir al médico (normalmente para mí) aunque en realidad casi toda mi familia tenía el médico de cabecera en Algeciras, excepción hecha de mis abuelos, a los que atendía el doctor Romero, que tenía la consulta en la calle de la Luz, junto al azulejo de la virgen.
No sé por qué no íbamos a los médicos afincados en Tarifa, pero lo cierto es que así era.
Por aquel entonces mi tío y mi padre eran autónomos y en aquella época no todo el mundo podía disfrutar de la Seguridad Social, ni los servicios de ésta eran como los de ahora, por mucho que protestemos de ellos.
El caso es que mis padres y mis tíos tenían como médico de cabecera al doctor José Romojaro y mis hermanos y yo al pediatra doctor Emilio Burgos, ambos en Algeciras.

El doctor Emilio Burgos tenía la consulta, yo diría, que, en el Paseo de la Conferencia, o puede que en la calle que Algeciras le dedicó posteriormente y que es paralela a dicho Paseo, no lo recuerdo, pero el caso es que era por aquella zona, en la que las aguas de la Bahía casi tocaban las casas porque no se había iniciado aún el relleno que dio pie a la gran extensión de tierra que actualmente es una terminal del puerto de contenedores.
El doctor Romojaro no recuerdo donde tenía la consulta, pero era en el centro no por aquella zona.
Lo que sí había por allí, y creo que se conserva aún, era el hospital de la Cruz Roja, y que fue el lugar donde me operaron cuando contaba dieciocho meses de edad.
Desde la ventana de la habitación se veía el Peñón. Es lo único que recuerdo de aquel echo además de lo mal que lo pasé vomitando la anestesia, o cloroformo, nombre genérico con el que normalmente era conocida la anestesia entonces.
Si la gestión no tenía que ver conmigo o mi médico, lo más normal es que subiéramos hasta la plaza Alta, fuéramos a comprar a los Almacenes Mérida, o a Calzados La Bomba.
Mediada la calle Cánovas del Castillo, yo diría que en la esquina con la calle Bilbao, había una pastelería, y yo daba la lata todo lo que podía y más para que mi madre me comprara una palmera, las mejores que he comido nunca.
Me gustaba ir a comprar zapatos, porque me compraban zapatos gorila, siempre, con los que te regalaban una pelota de goma dura y de color verde.
Por aquella zona la actividad era más relajada, aunque el abundante comercio hacía que por allí también hubiera una considerable cantidad de gente, la plaza Alta, preciosa siempre (afortunadamente se conserva, aunque el ayuntamiento no haya encontrado otro sitio para poner un quiosco de vidrios negros anunciando no sé qué más que al lado de la fuente. Se ve que no había otro sitio), con uno o dos fotógrafos con sus grandes cámaras ofreciendo sus servicios, la Iglesia de Nuestra Sra. de la Palma y enfrente, haciendo esquina con la calle Murillo, la Iglesia de Ntra. Sra. de Europa, pequeña, de piedra y recorrida de arriba abajo por una grieta que, afortunadamente, ya está reparada.
Me gustaba, y normalmente lo hacíamos, ir hasta el mirador que había al final de la calle Murillo, hoy lamentablemente desaparecido, porque no me atrevo a decir que, la azotea del parking en que han convertido las rampas (creo que eran rampas, pero podrían ser escaleras) adornadas de buganvilias que derramaban su color fucsia sobre las paredes encaladas, sean el mirador que había allí.
Desde la barandilla de hierro se tenía una vista privilegiada de Gibraltar, del mar, del que llegaban hasta allí el olor a salitre.
Después bajábamos hasta la Marina de nuevo para coger el coche de línea y volver a Tarifa.
Hasta que, con diez años, me llevaron al pueblo de mi padre en la provincia de Córdoba, para mí viajar significaba ir a Algeciras y como siempre me he considerado un viajero empedernido que suscribe plenamente la frase del actor Antonio Gamero, «como fuera de casa en ningún sitio», viajar, aunque solo fuera ir a Algeciras era especial.
Veintiún kilómetros, que hoy recorremos en poco más de un cuarto de hora (si nos deja el tráfico), pero que, en los años sesenta, era una auténtica aventura que suponía más de una hora de camino y que conllevaba cambiar la tranquilidad, la paz, de Tarifa por el ajetreo y la vida desbordada de Algeciras.
Ir a Algeciras era algo especial… como los algecireños.