En Sepia y blanco y Negro III

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Mi familia

Lo que sigue a continuación es una historia cierta, experiencias de sol y viento de levante, recuerdos en sepia y blanco y negro que se alimentan del ayer. Un ayer tan cercano y a la vez tan lejano. 

Puerta de entrada a mi casa

 Mi familia no es originaria de Tarifa. Excepto por parte de mi tío Paco (Perrachica) , el resto había recalado en Tarifa como consecuencia de diferentes situaciones. 
 
Mi familia era una familia a la antigua usanza, mis abuelos siempre fueron de la mano de sus dos hijas y mi madre y mi tía siempre vivieron con sus padres, eso por lo que respecta al lado materno porque por el lado paterno no conocí ni a mi abuelo ni a mi abuela. 
 
Así que, cuando yo era un niño mi familia estaba constituida por mis abuelos, Rutilio y Carmen, mis padres Rafael y Juana y mis tíos Concepción y Paco, amén de mis dos hermanos Felipe y Rafael. 

Un tabal de sardinas, la especialidad de mi abuelo

Mi abuelo era natural de Ayamonte en la provincia de Huelva y recaló en Tarifa contratado como encargado, creo que en la fábrica de conservas de Peralta. Su oficio era maestro de Salazones y estaba especializado en colocar y salar las sardinas dentro del tabal. 
 
Mi abuela era natural de un pueblo de la sierra de Huelva llamado Villanueva de los Castillejos, aunque en realidad había nacido en Loulé (Portugal) ya que su familia estaba desplazada allí donde tenían una fábrica de jabones allá por el año 1.880. 
 

Siempre la recuerdo sentada en un sillón, con el lado izquierdo totalmente paralizado (pierna y brazo), ya que había sufrido lo que, entonces, se llamaba una “congestión” y que ahora llamamos un Ictus, del que no se recuperó. 
 
Después estaban mis tíos, mi tío Paco (Perrachica) maestro barbero, que tenía su barbería en la calle Sancho IV el Bravo, frente al hospital, lo que actualmente es el Asilo de Ancianos. 
 

Mi tío sí que era tarifeño de pura cepa. No sé nada de su padre, que debió morir joven, pero su madre, Felisa, era muy conocida y muy querida por todo el mundo, era una mujer menuda, siempre vestida de negro y con una sonrisa y una palabra amable siempre en los labios. 
 
Mi tía Concha, no me atrevo a decir mi segunda madre porque no sabría distinguir a la primera de la segunda. He sido un privilegiado porque he tenido dos madres y un infortunado porque también he perdido a dos madres. 
 
Y luego estaban mis padres, Rafael y Juana, él originario de El Cañuelo, una pedanía de Priego de Córdoba, que llegó a Tarifa después del azaroso final de la guerra civil en la que combatió, ni él mismo sabía el motivo, es de suponer que por influencia de su hermano y porque, sencillamente, el inicio de la guerra lo pilló en ese lado, con el bando republicano. 
 
Y digo que ni él mismo lo sabía porque, porque cuando empezó la guerra, contaba con dieciocho años recién cumplidos, sin padres, muertos mucho tiempo atrás y sin ningún tipo de formación (apenas leer y escribir lo básico), un hermano, que tenía responsabilidades en la UGT, y que no dudó en quitarse de en medio para incorporarse a filas y defender la república y con su hermana que, ignoro las circunstancias, también desapareció de su vida, 
 
Así que él, junto con otro chaval de su edad, comenzó a dar vueltas por diferentes pueblos. Siempre comentaba que el tren era gratis en aquellos días, en a España republicana, así que se dedicaron a viajar hasta que acabaron alistándose los dos. 
 

Una vez acabada la guerra pasó por múltiples campos de trabajo en toda España, el País Vasco, Galicia… para acabar recalando en Facinas. 
 

Cuando acabo de pagar, en los campos de trabajo, por aquellos delitos que no había cometido, tuvo que hacer el servicio militar en Algeciras y, al acabar de cumplir con el estado, se vio en la calle vestido con un mono, con el que iba vestido, como única posesión. 
 

Acabó recalando en Tarifa porque encontró trabajo regentando, en la Puerta de la Mar, una bodega, creo que, en un local en el que después hubo una papelería que era (de él o de alguien de su familia) de Don José María el maestro, aquel que estaba en la escuela del Congo, en la calle San Sebastián, el pequeño edificio de una planta con dos aulas, donde los «buenos estudiantes» nos pasábamos el verano preparándonos para los exámenes de recuperación de septiembre. 
 
En esa bodega es donde mi padre conoció a mi madre, que iba por allí a comprar vino. 
 
También sé que regentó un bar en la Puerta de Jerez, justo pasado el arco a la izquierda, en lo que ahora se llama Bossa. 
 
Siempre contaba que cuando estaba en ese bar acostumbraba a pasar por allí, a eso del mediodía, una señora que preguntaba por su marido y, al no haber llegado éste, acababa pidiendo media botella de vino para esperarlo, parece ser que la señora cuando le daba un sorbo al Chiclana solía levantar el vaso y besándolo exclamaba ¡qué bueno está! 

 
Pero mis recuerdos siempre lo sitúan en el Bar Pasaje, en la calle de San Pedro, creo que aún existe como bar, después de haber pasado una época como almacén de muebles de Casa Villanueva, que es a quién se lo traspasó él cuando cesó en el negocio. 
 
Era un bar grande, tenía dos puertas de acordeón, de madera, la de la izquierda era la puerta en sí y la otra era un pequeño balcón. 
 
A la izquierda cuando entrabas estaba el mostrador, muy largo, de madera, que tenía detrás una puerta de paso que daba a una cocina con una gran campana. 
 
Delante del mostrador había una gran sala con una mesa de billar y en la pared del fondo de la sala se habrían dos arcos que daban a otras tantas salas, la de la izquierda tenía varias mesas y una mesa de billar y al fondo un lavabo. 
 
La de la derecha tenía muchas mesas para jugar a las cartas. La mayoría de la clientela eran marineros, aún me parece oír a alguno diciendo «Rafael, dame una malilla» (baraja de cartas con un tapete)
 
Soy, desde que puedo recordar un gran aficionado al billar (al de carambolas) , aunque hace mucho tiempo que no juego, y allí, en el bar pasaje, vi a grandes jugadores de billar, recuerdo a un teniente o capitán del ejército, César se llamaba, o a Catapún (nunca supe su nombre) y a muchos otros que jugaban maravillosamente. 
 
Yo me pasaba horas mirando como jugaban y cuando no había nadie le pedía permiso a mi padre y jugaba yo, solo normalmente y, a veces, con mis hermanos, al principio me tenía que subir a una silla para tener la suficiente altura para poder manejar el taco sobre la mesa. 
 
Mi madre, Juana, al igual que mi tía Concha y mi abuelo, era nacida en Ayamonte. 
 
Debo a mi madre, lectora impenitente, mi afición a la lectura, aunque tengo que decir que en mi familia lo de la lectura ha tenido trazas de vicio, en todos sus componentes, incluidos los actuales. 
 
Mi madre se leyó prácticamente entera (los diccionarios no evidentemente) la que por entonces era la biblioteca de Tarifa, que estaba en la Alameda, donde actualmente está situada la oficina de turismo. 

Además, acumuló durante toda su vida una notable biblioteca, de la que me enorgullezco de ser depositario y que, no tengo claro, cuántos volúmenes tiene, supongo que entre dos y tres mil, y que está, junto con la mía (mucho más pequeña) en proceso de digitalización. 
 
Siempre la recuerdo buscando entre las pilas de libros de oferta (casi toda la biblioteca son ediciones de bolsillo) fuera en Rufo o en cualquier librería de Algeciras o en El Corte Inglés o Jorba Preciados en Barcelona cuando nos vinimos a vivir aquí. 
 
Su afán por leer duró lo mismo que su vida. 
 
Después estaban mis hermanos, Felipe y Rafael, ambos mayores que yo. 
 
Recuerdo, como en un sueño, que mi abuelo, al que siempre conocí jubilado, iba a abrir el bar de mi padre, cuando él llegaba demasiado tarde por la noche, y lo atendía durante un rato hasta que llegaba mi padre más tarde y se hacía cargo. 

Indios y vaqueros, naturalmente los buenos eran los vaqueros

También recuerdo las tardes jugando con los indios y vaqueros de plástico haciendo batallas que, claro está, siempre ganaban los vaqueros, tirado en el suelo del comedor mientras oía, como banda sonora de fondo, la radio desgranando alguna radio novela, lo que ahora llamamos un culebrón “Guión original de Eduardo Sautier Casaseca” es lo único que recuerdo de esas radionovelas que se alternaban con cuñas larguísimas en las que nos glosaban las virtudes de algún producto como el Cola Cao: 
 
 » Yo soy aquel negrito 

Del África Tropical 

Que cultivando cantaba 

La canción del Cola Cao…” 

Así me enteré de que Soberano (el coñac) era cosa de hombres y que las Escamas Saquito servían para todo lo que fuera lavar. 
 
Y hablando de lavar en aquella época entró en mi casa la primera lavadora. Una Bru de turbina, en la que se depositaba la ropa por la parte superior y que teníamos colocada en el comedor (no cabía en otro sitio) y a la que había que sacar el agua a cubos, bajando la manguera de desagüe y levantándola cuando el cubo estaba lleno y se tenía que hacer otro viaje, ya que la evacuación de esta era por gravedad. 
 

Era una época en la que la ropa se soleaba (en el llano) para que se blanqueara más, colocándola sobre algunas de las múltiples plantas que poblaban el descampado.

Lavadora Bru

Era una época en la que en los comercios no daban bolsas de plástico, ni de ningún tipo, sino que tenías que llevar tu bolsa para recoger la compra, normalmente un capacho de esparto, recuerdo que se pusieron muy de moda unos canastos para la compra, de esparto, como he dicho que tenían un detalle de color en forma de una gfruta y un par de hojas y alguna tira de plástico de colores que la corría de un lado a otro. 
 
Era una época en la que nos bañábamos en barreños de zinc, con el agua calentada en una olla en la cocina.  

Los artículos de alimentación, se compraban a granel, todos, fueran del tipo que fueran, las lentejas, las galletas, los garbanzos, las judías blancas… todo a granel, envuelto en papel o en bolsas, siempre de papel de estraza. 

A las lentejas se les tenía que quitar las piedrecillas antes de echarlas a la cazuela y los guisantes se tenían que sacar de la vaina antes de cocinarlos, aún no había productos envasados de ningún tipo, lo máximo que había eran las conservas, ni tampoco congelados, que vinieron después. 

Yo recuerdo haber ido a buscar “los mandaos” a una tienda que había en el arco de la Puerta de Jerez, justo al cruzar a la derecha, no recuerdo el nombre de la tienda, pero sí recuerdo los sacos de productos en el suelo, abiertos y listos para ser despachados a los clientes. 
 
Mi madre compraba en una tienda del mercado que estaba entrando a la derecha, al fondo, y recuerdo que la dependienta era una señora que se llamaba María y que tenía la costumbre de decir, mientras que hacía la cuenta «en tres» nunca supe lo que significaba o en que la ayudaba a realizar la suma, pero lo cierto es que jamás se equivocaba. 
 
La carne la comprábamos en una carnicería que había en la calle del Peso, a media calle, Pepin creo que se llamaba el carnicero, y estaba justo al lado del portal donde vivían mi tío Manolo y mi tía Carmela, junto con mi primo Manolo. 
 
Los artículos de mercería los compraba mi madre en la mercería de Pilar Barrera, que estaba muy cerca de casa, en la misma calle. 
 
La ropa, las telas y los calzados en Casa Villanueva «la casa más popular» o en Tejidos Trujillo, alguna cosa también en Garciluz, que estaba en la esquina de la calle de la Luz con General Vives, que tenía un mostrador que hacía una curva siguiendo la forma de la fachada. 
 

Las quinielas se sellaban en el Bar de Antonio Rodríguez, que además era donde mi tío Perrachica me mandaba a comprar las Farias, claro que después de enseñarme a elegir las buenas “tienes que girarlos entre los dedos, suave pero fuerte. Los que crujan un poco, no los que crujan mucho ¡esos son los buenos! ¿Te has enterado? Ni los que estén duros ni demasiado blandos” 
 

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