Entre ojales y botones
Lo que sigue a continuación es una historia cierta, experiencias de sol y viento de levante, recuerdos en sepia y blanco y negro que se alimentan del ayer. Un ayer tan cercano y a la vez tan lejano.
Especialmente dedicado a Chari y a Elia

Creo haber mencionado ya, y si no lo hago ahora, que mi madre era costurera, hacía confección para señoras, mi tía lo hacía para caballeros, aunque en realidad las dos hacían, más o menos, lo mismo, o eso me parecía a mí.
En mi casa los arreos de la costura estaban siempre presentes y no solo a nivel visual sino también auditivo, siempre se mezclaban los botones con los ojales, los hilvanes, los pespuntes, los sobrehilados, el forrado de botones, que era algo bastante habitual sobre todo en temas de abrigos y trajes de chaqueta. Se llevaba un trozo de tela a, la verdad no se dónde, supongo que a las mercerías o a las tiendas de tejidos, Garciluz, Trujillo, Casa Villanueva… y te devolvían los botones forrados con la misma tela que el traje en cuestión.
Siempre conocí una máquina de coser, Singer, que había comprado mi abuela muchos años antes de que yo naciera, calculo que en la actualidad debe rondar los cien años, si no un poco más. Bien, pues la máquina de coser tenía dos grandes cajones laterales y un cajón basculante central que eran todo un reto y, siempre, una fuente de agradables sorpresas.

En el cajón central, con unos departamentos minúsculos, siempre había cosas chulas como automáticos, corchetes y cosas así. En uno de los laterales había cremalleras, trozos de tela de diversos colores y en el otro ¡el delirio! estaba a rebosar de botones de todos tipos y colores, había botones pequeños y blancos de las camisas, botones forrados, botones medianos con dos o cuatro agujeros, había otros de carey. El carey se obtenía de las conchas de una especie de tortuga del mismo nombre, que actualmente está en peligro de extinción, por cierto. Botones de plástico (resinas más bien), botones en los que no se veían los agujeros para coserlos porque tenían, en la parte trasera, un pequeño saliente para tal fin, grandes botones para abrigos o descomunalmente grandes botones para adornos.
Aquel cajón era la gloria, yo sacaba los botones, los ordenaba, los colocaba de una u otra forma y los hacía servir como… ¡yo qué sé! ¡cientos de cosas!
Las pruebas eran algo habitual también. Las señoras venían a casa o mi madre iba a casa de ellas y hacían la prueba en cuestión cuando la prenda estaba aún sin acabar, para comprobar como quedaba, y hacer las correcciones oportunas. No se hacía una sola prueba, en realidad se hacían tres o cuatro antes de entregar el vestido, o lo que fuera, totalmente terminado.
En eso de las pruebas recuerdo que la madre de María del Pilar, la abuela de mis amigos los Vázquez, Blanca se llamaba, pasaba algunas temporadas en Tarifa en casa de su hija y mi madre le había confeccionado más de uno y más de dos vestidos, pues bien, cuando hacían las pruebas su frase era invariablemente la misma ¿Qué te parece? ¿Cómo me lo encuentras?
Dicha con el acento típico de la zona de Ayamonte y ahora me he metido en un lío porque ¿cómo describo la forma de hablar de esa zona?
Bueno, lo voy a intentar, en la zona suroeste de la provincia de Huelva (en la parte de la sierra la forma de hablar es completamente diferente) arrastran un poco las palabras, especialmente en las primeras sílabas, por ejemplo para decir «anda, ¿vas a ir a Tarifa?» dirían algo como «aaanda y tú vas a ir a Tariiifa? que fonéticamente sonaría más o menos como «aaanda ¿y tuvai a Tariiifa? a lo cual, indefectiblemente agregarían un «hombre» o un «mujer» y algún tipo de pega sobre porque no deberías ir, como «con el viento que haace»
Bueno, después de este inciso dedicado a temas lingüísticos, que me perdonen los ayamontinos, volvamos a lo que interesa, diciendo que esa frase ¿Qué te parece? ¿Cómo me lo encuentras? ha formado parte del acervo cultural de mi familia durante muchos años.
Evidentemente mi madre cosió durante muchos años y para muchas personas, formó a más de una costurera y entre ellas estaba Chari, y ahora voy a hacer un nuevo inciso y no, no cambio de tema.
Hace unos años entré a trabajar en una empresa de Granollers (Barcelona) en la que trabajaba una chica joven, Lidia, muy agradable con la que entablé una muy buena relación, tan buena que actualmente sus padres son unos muy buenos y queridos amigos nuestros.
El caso es que un día, no sé por qué, ella, se enteró de que yo era de Tarifa y me dijo que su novio era de Tarifa también, bueno, la madre de su novio era de Tarifa.
Comentamos la casualidad que ello suponía y me dijo que ellos, siempre que les era posible, pasaban las vacaciones en Tarifa, que a ella le gustaba mucho ir allí (como tonta ¿no?).
No se cuál fue la sucesión de frases que nos llevó a averiguar que su suegra se llamaba Chari y yo recordé que entre las chicas que iban a coser a mi casa en Tarifa había una que se llamaba Chari (a decir verdad, es el único nombre de aquellas chicas que recuerdo) y confirmamos a los pocos días que se trataba de la misma Chari.
O lo que es lo mismo el mundo es un pañuelo.
No nos hemos visto Chari y yo en la actualidad, ella vive con su familia en Badalona y yo lo hago en Barberà del Vallès y nos separan, no muchos kilómetros, pero sí un montón de población y de edificios. Siempre he pensado que lo que separa a las personas en las grandes ciudades no es la distancia física sino la cantidad de población y los edificios, muchos edificios, además, claro está, de las carreteras que unen unos lugares pero que separan otros.
Yo recuerdo a Chari como una chica joven, debía tener unos quince años, dieciséis a lo sumo, y yo tendría diez como mucho.
Ella se sentaba en una sillita baja de enea junto a las otras chicas y cosía, normalmente en el patio si el tiempo era bueno. Si no recuerdo mal tenía el pelo negro y lo llevaba recogido en una o dos trenzas.
¡Chari si lees esto y estoy en lo cierto o estoy errado dímelo por favor!
La verdad es que es un recuerdo muy agradable de mi infancia ver a las, tres o cuatro, chicas coser en las soleadas tardes de primavera o verano, con las paredes del patio encaladas y refulgentes moteadas por el colorido que las plantas colgadas le aportaban, colios (que parece ser que en realidad se llaman cóleos aunque yo siempre las he conocido como colios…), geranios… miles de colores descolgados y con el verde predominante de las cintas, también llamadas Mala Madre, sobre el blanco fondo.
Los helechos y las pilistras colocadas sobre el suelo a ambos lados de la puerta de entrada y bajo la ventana de la cocina, macetas, unas grandes y otras pequeñas, que decoran todo patio andaluz que se precie.
Las tardes eran tranquilas, sosegadas, tan solo las risas y el parloteo del grupo, el run-run de la radio que se oía de fondo o las directrices que mi madre les daba rompían el silencio y la paz de unas tardes inmensas, largas, serenas. Juegos y radionovelas, meriendas de pan y chocolate. Vida en estado puro.
Me gustaría que muchos de los que dicen que antes las mujeres no trabajaban vieran una escena de esas o de tantas otras para que se informen antes de hablar. Las mujeres trabajaban en lo que podían, como costureras (que es un oficio muy duro) o en las fábricas o en lo que fuera necesario y las dejaran para sacar adelante a su familia. Otra cosa es que se les reconociera social o institucionalmente ese trabajo y, después, las faenas de casa, que los hombres trabajaban en el tema menos que el sastre de Tarzán.
En honor a la verdad tengo que decir que siempre vi a mi padre fregando, recogiendo o poniendo la mesa y haciendo diversas tareas de la casa, a mi tío Paco en cambio jamás lo vi coger un vaso que no estuviera limpio.
Mi madre cosía para mucha gente, ya lo he dicho, pero, creo que una relación especial la tenía con la familia Romero Jaén. Si no estoy equivocados esta familia era originaria de la parte de Huelva, como mi madre y de ahí venía el contacto entre ambas familias, aunque de este punto no estoy muy seguro.
El padre de familia, Don Lázaro Romero, creo que Reyes de segundo apellido, era un industrial del sector conservero y entre mi familia y la suya siempre hubo una relación de amistad que trascendía del mero intercambio comercial de la costura.
Yo recuerdo haber ido muy a menudo a su casa, lamentablemente derruida hoy en día.
La entrada a la casa estaba en la calle Amador de los Ríos, un poco más arriba (en dirección a Algeciras) de la escalera que comunica esa calle con la calle Dr. Fleming. Justo enfrente de la Hostería.
Por cierto, que a la calle Dr. Fleming iba yo a jugar a la pelota con varios amigos, algunos de los cuales vivían por la zona, en una ocasión recuerdo que apareció un guardia, uno que era muy grande y tenía la cara muy roja, no recuerdo su nombre, y nos quitó la pelota diciendo que había una nueva norma que prohibía jugar a la pelota en la calle, y no se lo inventaba, era así. Posteriormente se la entregó al padre de uno de los «futbolistas».
Aún ahora, cuando hace cuarenta y ocho años que salí de Tarifa, cuando pienso en un lugar relajante me veo a mi mismo de pie en la parte alta de esa escalera mirando en dirección al mar, con un cielo azul infinito, una Sierra Bullones (me gusta más el término Djebel Musa pero bueno…) que parece querer abrazarte con sus laderas verdes y sus grises farallones rocosos y, sobre la sierra, unas pocas nubes que parecen algodón de azúcar flotando en el inmenso cielo, sin moverse, sin viento, con un mar sereno y azul y el torreón de la muralla en primer término. Una imagen tantas veces vista y tantas añorada, tan luminosa y clara como un cuadro de Sorolla.
Se accedía a la casa de Don Lázaro y Doña Elia por una escalera, cuyos despojos he visto ahora en Google Maps.
Era una escalera amplia, con dos pequeñas columnas cuadradas de metro y pico de alto, coronadas por sendas piñas doradas que refulgían al sol.

Toda la escalera estaba marcada por una valla, más que pasamanos, escalonada, formando jardineras y por supuesto todo el conjunto impecablemente encalado, de un blanco impoluto y siempre lleno de flores dando un punto de color en el entorno de chumberas y pitas.
En la única columna que queda en pie aún puede leerse el nombre «Elia» en azulejos amarillos con un ribete azul con detalles vegetales en honor a la señora de la casa, creo que en la pilastra gemela ponía «Villa» pero no estoy seguro de este punto.
Los escalones en sí, eran de piedra, creo que de un color marrón claro o beige, era la misma piedra que después hacía de pavimento al jardín que había antes de llegar a la casa en sí.
En el centro de dicho jardín, formado por diversos arriates con flores, había una fuente, no recuerdo como era, pero sí recuerdo que estaba formada por azulejos de colores y que siempre estaba manando agua por sus caños. No era una fuente grande. Era discreta y coqueta.
A la casa se accedía por un pequeño porche con una escalinata, dos o tres escalones como mucho en forma curva, de mármol blanco, que acababan en una plataforma con el mismo solado y una puerta, blanca también, de dos hojas y con dos grandes llamadores de latón dorado y brillante.
No recuerdo mucho más de la casa aparte de que en el salón, que tenía un gran ventanal que daba al jardín, había un piano, instrumento que fue oportunamente ofrecido por Don Lázaro y Doña Elia a mi madre para que mi hermano Rafael fuera a practicar cuando empezó a aprender a tocar.
La casa tenía un acceso trasero para vehículos situada en la intersección de la propia calle Amador de los Ríos con la barriada de Nuestra Señora de la Luz, lo que siempre habíamos llamado «El Cerro», por cierto, que allí se acababa el pueblo, de ahí en adelante tan solo había la carretera de Algeciras.

Por aquella puerta accedía el Mercedes de la familia, que si no era como el de la fotografía se parecía mucho, siempre conducido por el chófer, porque, que yo sepa, Don Lázaro nunca condujo. Era un coche impresionante que estacionaban cerca de la fuente, en el lado opuesto a la casa.
Siempre me llamaron mucho la atención los intermitentes de color naranja situados en el lateral, justo antes de que empezara la puerta, como si de los ojos saltones de un sapo se trataran.
El coche era negro y estaba siempre reluciente, creo que con ese Mercedes se inició mi afición a los coches.
Si no recuerdo mal en uno como ese se mató José Feria, también industrial conservero, pocos años después, recién estrenada la nueva carretera de Algeciras. Se salió de la carretera y cayó por un terraplén yo diría que entre el Mesón de Sancho y la «S», que para los que no lo sepan era una curva que había en el lugar donde luego se hizo el viaducto de los trece ojos,
Era muy grato ir «a casa de Doña Elia» y pasar allí la tarde «entre costuras» parafraseando a María Dueñas.
Elia, Elita, que era como te llamaban tus padres y los míos, igual que le he pedido a Chari, si hay algo equivocado o lo quieres ampliar, por favor hazlo o dímelo y yo lo incorporaré o modificaré.